A menudo, en entornos educativos, se pide a los jóvenes que hagan un debate. Se preparan un tema (del que normalmente saben poco) y una presentación. A menudo, este ejercicio acaba por no ser un auténtico debate, sino una exposición frente a un público indiferente. Debatir los argumentos de otro es difícil: es necesario poseer una cierta retórica y hablar. Pero, sobre todo, para que haya debate debe haber un interlocutor, alguien con el que hablar de cosas que son, precisamente, el objeto de debate. Sin un interlocutor que escuche no hay debate. Se trata sobre todo del contenido del que se habla, no del color de los zapatos de los que tenemos delante. Esta premisa, que puede parecer obvia, resulta esencial cuando imaginamos la vida social, sobre todo porque en el momento actual el contenido de los debates está en crisis. Lo que Christopher Lasch llamó a finales de la década de los noventa al narcisismo (versión hard del individualismo) ha invadido buena parte de los debates públicos y complica el asunto de la política.
Aristóteles dice, en La Política, que el ser humano es social antes de ser doméstico. La polis (la ciudad) es anterior a la casa, porque la polis es el todo y la casa una parte. Aquí polis significa sociedad pero también una comunidad política, que se organiza de algún modo. El ser humano, a diferencia de los animales y de forma natural (por su propia forma de ser), es un ser hablante, es decir, capaz de hablar o discutir con los demás. Así pues, dirá el filósofo griego, la condición humana, a diferencia del ganado que pasta en el mismo bancal sin interacción, se caracteriza por intercambiar palabras y pensamientos. Más allá de esta metáfora tan plástica por el mundo de hoy (mundo de rebaños y bancales), si tomamos un significado mínimo de la política, podemos decir que se cuece en este movimiento recíproco de ideas y expresiones. Si no hablamos o lo hacemos mal, si disponemos de pocas palabras para interpelar al otro, si el otro se desdibuja porque está ausente o nos amenaza, la política como hecho, como idea en el horizonte, se n va a pique. Entonces puede surgir el acto de violencia, que anorrea toda palabra dirigida al otro. La violencia es sobre todo un asesinato en serie de palabras. El discurso del odio las simplifica, las tergiversa, con la intención de empujar el paso a la agresión. Donde hay discurso del odio, el odio es (todavía) una palabra. ¡Ay las, por poco tiempo! La palabra del odio tiene por finalidad principal aniquilar a las demás que se encaran, simplificarlas hasta adquirir un único significado dirigido a un único enemigo. Aristóteles dice que cuando se tergiversa los nombres de las cosas es como si el pie o la mano ya no sirvieran para nada: "Una mano de piedra será como una mano muerta". Entonces, la confrontación sustituye al intercambio. En lugar de articular una palabra, se abre la boca para enseñarle los dientes. Luego viene el varapalo chapucero. Dejar de hablar supone abandonar la política para entrar en guerra.
Aristóteles plantea que el gobierno de la ciudad consiste en tratar de vivir bien juntos. Esta divisa implica decidir cuál es el mejor sistema (o el menos malo) para intentar esa convivencia. Digo intentar porque la convivencia no es nunca, en ningún caso, un hecho consumado, sino un tanteo orientado a una vida con los demás que haga el bien a todos (no es lo mismo que todos se sientan bien). Aristóteles tiene claro que, para que haya política, es necesario discutir sobre qué significa el adjetivo mejor de esa vida juntos a la que aspiramos. Y la única manera de llegar es teniendo un cierto criterio sobre qué está bien y qué no, que pueda ser objeto de debate entre personas.
La política del hablar, o el hablar de la política, es imperfecto. Hablar no asegura la comunicación, el entendimiento o el consenso. A menudo, hablar es un lío o un órgano de gatos. Sin embargo, nos mantiene en contacto y nos permite escuchar cosas distintas de las que habíamos pensado una vez. Lo que oímos a los demás sorprende ya veces asombra. ¿Qué has querido decir? Ponme un ejemplo. Yo lo diría de otra forma, tal vez. Quizás. En la dimensión de alteridad mueve el intercambio, sin el cual no podríamos vivir juntos y seríamos como el rebaño de la bancal aristotélica. El día de las elecciones, en un sistema imperfecto de un país imperfecto, pronunciarse implica favorecer el intercambio de ideas. Es lo más digno y lo más difícil. Después, y como dijo Hannah Arendt, quien gane tendrá que preguntarse qué ha perdido con la victoria. Por el momento, si seguimos hablando de política, todavía hay un mañana.