Esborren la foto de Leo Messi del Camp Nou
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“¡Sin Messi, Catalunya se ha acabado!”, se exclamaba la vecina del tercero segunda, todavía bajo el impacto emocional de la despedida inesperada del jugador. Pasado un tiempo prudencial, sin que nada haga pensar que el país ha dejado de existir –de hecho, continúan los mismos problemas de siempre, o más, ahora que la due diligence ha revelado el estado de cosas en el Barça–, puede ser pertinente continuar la reflexión sobre la Catalunya sin Messi comenzada en estas mismas páginas.

Hay que recordar que, para algunos sectores, la marcha de Messi a París no sería sino una demostración más de la decadencia que, a su parecer, afecta a Barcelona y, por extensión, la vida catalana de los últimos años. La incapacidad del Barça para retener a Messi sería, así, una muestra de la incapacidad de Barcelona para seguir siendo una ciudad líder, sobrepasada en España por el ascenso fulgurante de Madrid y habiendo perdido, supuestamente, la capacidad de atracción que tenía. Suele ser un diagnóstico que no siempre va acompañado de datos que lo avalen ni tampoco de razones que lo expliquen de forma convincente, pero que contribuye a teñir de desasosiego la incertidumbre presente. 

Quienes comparten este diagnóstico –basado en la idea de que Barcelona sufre una decadencia autoinfligida, fruto de un comportamiento irresponsablemente adolescente– suelen culpar la actitud de los que ellos denominan la “Barcelona del no”, por su negativa a aceptar la bondad de las propuestas que hacen ellos, los del bando digamos propositivo, para que la ciudad remonte el vuelo. Unas propuestas que suelen ningunear los argumentos de quienes dicen, desde el “no”, que es el momento de plantear un futuro diferente, cuestionando el modelo que ha prevalecido hasta ahora. Podemos estar de acuerdo, en este sentido, que el eslogan ecologista “Menos aviones y más calabacines” es conceptualmente mejorable, pero ¿y si resultara que las propuestas que plantean los partidarios de una “Barcelona del sí” no fueran más que recetas envejecidas del pasado? Veámoslo.

Consideremos tres cuestiones que están sobre la mesa. En primer lugar, una ampliación del aeropuerto que tenemos que creer que servirá para que El Prat sea un hub transoceánico, a pesar de que esta es una decisión que depende de las compañías aéreas, no de Aena. En segundo lugar, la candidatura a organizar unos Juegos Olímpicos de Invierno, en los que parece que pesa demasiado la ilusión (en el sentido primario de la palabra) de resucitar episodios irrepetibles como el del 92, pero que topa frontalmente con una nueva y creciente sensibilidad ambiental. Y en tercer lugar, y ya más anecdóticamente, el proyecto de una subsede del Hermitage en Barcelona, que juega, sin osar explicitarla, con la idea de que podría representar para la ciudad casi lo mismo que el Museo Guggenheim para Bilbao. 

Una característica común a las tres propuestas es que su bondad se afirma, pero raramente se demuestra. Empezamos por la más fácil, el Hermitage, una propuesta que no parece encontrar ningún defensor en el mundo barcelonés del arte, y que no ha sido nunca explicada de forma solvente. Haría falta, sin duda, una investigación periodística que nos permitiera saber qué intereses económicos hay detrás de este proyecto, porque dado que tanto el interés cultural como el beneficio social de la propuesta se acercan mucho a cero, bien debe de haber algunos intereses que lo expliquen. Si no, no se entiende.

Pero no rehuimos el tema principal, la ampliación del aeropuerto, cuyos supuestos beneficios no pueden ni tienen que ser evaluados solo en términos de crecimiento económico, ni siquiera en términos de creación de puestos de trabajo: porque, ¿de qué trabajos estamos hablando? ¿Tenemos que seguir engordando sectores con sueldos bajos y con poco valor añadido? ¿Tiene algún sentido la ampliación de El Prat sin debatir primero qué quiere ser la ciudad? Aunque un poco reduccionista, es clásica la afirmación que dice que hay que elegir entre ser California o Florida. Pero convendría que, lejos de dicotomías fáciles, miráramos antes hacia Massachusetts, un estado con una potente conjunción de sistema universitario y de industria avanzada. (Por cierto, antes del covid, el aeropuerto de Boston tenía un tránsito de 42 millones de pasajeros anuales, inferiores a los 52 millones de El Prat.)

Ya sería hora, pues, de que en lugar de lamentar la pérdida de una inversión de 1.700 millones en El Prat, nos empezáramos a preguntar, y a exigir, qué cifras se invertirán en los próximos cinco años en nuestras universidades. Messi no volverá a Barcelona, y quizás el Barça no tendrá en el futuro ningún otro Messi, pero esto solamente quiere decir que tenemos que aprender a jugar de otro modo. Y la mera añoranza de aquello que nos fue bien en el pasado no es ninguna garantía para el futuro.

Josep M. Muñoz es director de 'L'avenç'
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