Cuando empecé a informar de política, Ernest Maragall era elgermanísimodel alcalde que había conducido a Barcelona hasta el Olimpo y la única alternativa posible al reinado de Jordi Pujol. Por eso, años después, le sacaron lo deltete.No concedía demasiadas entrevistas y tenía fama de vivir en la sala de máquinas de la Casa Gran, dispensando un trato áspero y sin contemplaciones con los que le traían la contraria. Parecía saber cómo se ejercía el poder, y se ocupaba personalmente de los detalles: el domingo por la mañana en que se abrieron al público los nuevos parques en los interiores de las manzanas del Eixample, coincidimos asiento de lado en un banco , él comprobando el éxito del ir y venir de gente y yo vigilando a los niños.
El viaje ideológico de Ernest Maragall ha sido personal y colectivo a la vez. Los Maragalls se encontraron sin sitio en el PSC primero y en España, después. A Pasqual le negaron el Estatut y a Ernest, la alcaldía, con Valls entregándola a Colau. En su discurso más célebre, como presidente de la mesa de edad del Parlament, dijo: “Estado español, parece, no quiere saber nada de reconciliación ni de soberanías compartidas. El poder se posee y no se cede ni una brizna a nadie, menos aún a Catalunya”. Las razones íntimas y familiares de su viraje desde el PSC hasta Esquerra son las mismas que llevaron a cientos de personas desde el catalanismo en todas sus gamas hasta el independentismo limpio y pelado.
En los últimos años, Maragall ha transmitido la misma terquedad de siempre, pero asuazada por la edad, con una virtud poco frecuente, la de hablar de lo concreto, como el modelo de ciudad y de país, y hacerlo con el lenguaje creativo que utilizaba el Maragall que sí fue alcalde, un lenguaje aspiracional que ya ha desaparecido de la comunicación política porque ahora se habla con cortes de voz, argumentarios de partido y clichés gastados.