El pasado día 20, una asociación de propietarios de viviendas de Barcelona pedía a los gobiernos que no los "criminalicen". Como todos tendemos a identificar nuestros intereses con los públicos, argumentaban que la regulación del mercado inmobiliario está desanimando a los propietarios a ofrecer las viviendas en alquiler, con el consiguiente perjuicio para los potenciales inquilinos. Concluían que lo que hace falta es construir y dejar que el mercado se regule solo.
Pocos días después, una masiva manifestación de inquilinos ha exigido exactamente lo contrario: una enérgica intervención en el mercado para que los precios bajen. La visión de los manifestantes es que la culpa del encarecimiento de la vivienda sería la codicia de los propietarios y sus malas prácticas.
No sólo tengo mucha simpatía por los manifestantes, sino que considero que su presión es la única manera de conseguir que las autoridades se pongan manos a la obra para solucionar este terrible problema. Por tanto, cuanto más hagan, mejor.
Ahora bien, esto no significa que tenga una mala opinión de los propietarios, ni que crea que la situación del mercado sea su culpa. Los propietarios se limitan a cobrar lo que alguien está dispuesto a pagar. Quien no haría lo mismo si se encontrara en su situación, que tire la primera piedra.
En general, lo que nos ocurre como individuos y como colectividades es consecuencia de nuestros actos, y el caso de la vivienda en Barcelona no es una excepción. "Quien siembra vientos recoge tempestades", se ha dicho siempre.
Si los alquileres están altos no es por la malevolencia de los propietarios, ni por ningún complot urdido por ninguna organización mafiosa, como afirman unos vídeos delirantes de Octuvre que circulan por las redes, sino porque la clase media de todo el mundo ha descubierto el turismo urbano –el del low cost y Airbnb–, porque Barcelona es una ciudad objetivamente muy atractiva y porque los barceloneses hemos hecho todo lo posible por “poner Barcelona en el mapa”. En el mapa de esta clase media global. Todo empezó con el alcalde Serra y la candidatura a los Juegos Olímpicos de 1992, siguió con el Plan de Hoteles de Maragall en 1989, con la instauración de la “tasa turística” en 2012 con el objetivo explícito y exclusivo de recaudar fondos para promocionar la ciudad, con la creación del Circuit Catalunya, etc., etc. El pasado domingo todavía me llegó un mensaje institucional de presentación de la campaña Winter art season, que, según se me dice, “hagamos para poner en valor a Barcelona en el mundo en Navidad”. La decisión –que soy el primero en aplaudir– de convertir a Barcelona en una ciudad científico-tecnológica avanzada y el programa Erasmus, han hecho el resto.
Criminalizar a los propietarios, es, pues, objetivamente injusto. No sólo eso, sino que nos confunde y no podemos permitirnos el lujo de equivocarnos con el diagnóstico.
¿Construir? Si fuera político, seguramente emprendería otro plan ambicioso de construcción de alguna decena de miles de viviendas asequibles, pero sabiendo que sólo es una manera de ganar tiempo y evitar que la opinión pública me fulmine. Construir tiene en todas partes tres problemas gravísimos: que es demasiado lento, que es demasiado caro y que requeriría la incorporación de una masa laboral que no está disponible y que sólo podría provenir de mayor inmigración, con lo que el problema, a corto plazo, no haría sino agravarse. Además, la configuración física de la metrópoli barcelonesa, entre el mar y las montañas, hace imposible crecer manteniendo la densidad propia de una ciudad europea.
Las soluciones necesarias a corto plazo son otras. La única realmente eficaz ya ha sido anunciada: la no renovación de las 10.101 licencias de vivienda de uso turístico que existen en el municipio de Barcelona. El problema es que hay que esperar hasta su caducidad, en noviembre de 2028. Éste será el tema primordial de las próximas elecciones municipales en el Ayuntamiento de Barcelona, y habrá que ver cómo se posicionan los diferentes partidos y qué aducen los que lo hagan en contra.
Mientras, sería bueno tomar medidas para mejorar la difícil compatibilidad del derecho constitucional a la vivienda con el derecho, también constitucional, a su propiedad privada. Limitar el alquiler por debajo de 30 días es una medida fundamental. Otra debe ser aumentar la presión fiscal sobre las viviendas que no sean primera residencia.
En Francia, además del equivalente al IBI (la tasa foncière) y de la tasa turística (tasa de séjour), tienen la tasa de habitación, que graba las segundas residencias, y la tasa sur las logements vacantes. Por lo que respecta a esta última, grava las viviendas vacías con un 34% del alquiler potencial de mercado. La cuestión, obviamente, es incentivar que las viviendas sean ocupadas por residentes. Éste, más que criminalizar, es el camino eficaz.