

La historia siempre acarrea heridas mal cicatrizadas. Cinco años después de la aparición del covid-19 en Wuhan, son muchos los que ya dan por superada aquella etapa que paralizó el mundo, pero todavía hay quien llora a sus muertos o lucha contra las secuelas de la enfermedad. El gobierno estadounidense sigue investigando la causa de esa fatalidad mundial. Naturalmente, para ajustar cuentas con Pekín. Hace pocos días, la CIA, sin aportar nuevos datos, señalaba una fuga de un laboratorio chino, en el que se manipulaban coronavirus SARS-CoV-2, como el punto de inicio más probable de la pandemia.
Curiosamente, la preocupación por descifrar el origen del covid-19 contrasta con la creciente indiferencia hacia el origen del horror de los campos de concentración y exterminio nazis. Donald Trump no estuvo presente en los actos del 80 aniversario de la liberación de Auschwitz-Birkenau para rendir homenaje a las víctimas del Holocausto y renovar el compromiso con un futuro libre del mal del autoritarismo. Ya sabemos que el respeto a las personas y su libertad casa mal con la política grotesca de la Casa Blanca.
Hace cinco años, con el descubrimiento masivo de la vulnerabilidad humana, se decía que el covid-19 no sería un episodio circunstancial, sino una experiencia histórica. Muchas voces vaticinaban que el mundo sería mejor después de los aprendizajes de la pandemia. Pero las personas somos olvidadizas, y el mundo de hoy, por mucho que nos duela, cada día se parece más al que perpetró el infierno de Auschwitz. Las ideologías de extrema derecha, racistas, xenófobas, antisemitas se abren paso por doquier y con facilidad. Todos estos idearios excluyentes, amplificados por las empresas tecnológicas globales, son una amenaza real para nuestras vidas, y para el mundo en el que deberemos vivir.
Albert Camus, poco después de la Segunda Guerra Mundial, publica La peste, una historia indispensable sobre el fascismo. En la última página del libro el médico no puede compartir los gritos de alegría cuando se anuncia que el terror de la peste ha terminado: "Él sabía lo que la multitud ignoraba y que se puede leer en los libros: que el bacilo de la peste nunca muere ni desaparece, que puede estar escondido durante decenas de años [...] y que, tal vez, venga un día que, para desdicha y aleccionamiento de los hombres, la peste se despertará”. El bacilo de la peste de Camus simboliza el totalitarismo que nunca muere ni desaparece del todo, sino que se cobija en las sombras de la condición humana, esperando el instante oportuno para volver a enfermar al mundo. El médico sabe algo: que el retorno del fascismo siempre es posible. Nosotros sabemos una más importante: que su triunfo no es inevitable.
Se ha dicho y repetido, y es así: solo la memoria del pasado evita que las heridas de la historia supuren de nuevo. "Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo", advertía al filósofo estadounidense George Santayana. Hemos aprendido a fabricar vacunas para frenar una pandemia, pero todavía no hemos encontrado ninguna para inmunizarnos contra el olvido. Es una lástima.