En los últimos años, la ansiedad, los trastornos de conducta alimentaria y la ideación suicida, entre otros problemas de salud mental, han aumentado de forma alarmante entre la población infantil y juvenil. Psiquiatras, psicólogos, comunidad educativa... han hecho un llamamiento de atención, e incluso los medios de comunicación en algunos momentos han llegado a calificarlo de emergencia social. Paralelamente, en los últimos años también ha crecido sustancialmente el uso de las pantallas (teléfonos móviles, tablets...) y, a su vez, la edad de inicio en esta tecnología ha ido disminuyendo.
Evidentemente, las causas del incremento de los problemas de salud mental son multifactoriales, y no solo puede atribuirse a las pantallas, pero existe abundante literatura que relaciona su uso con problemas como el trastorno del sueño, el ciberacoso, la baja autoestima o la distorsión de la imagen corporal. Problemas, a menudo, interrelacionados.
Las pantallas, además de tener los ingredientes clásicos que potencian su uso, como sonido, luz y movimiento, añaden un nuevo ingrediente: el acceso a internet, que abre un mundo sin fronteras, accesible estés donde estés y a cualquier hora, a las redes sociales, a la pornografía y al juego, por poner solo tres ejemplos.
La llamada generación Z, la nacida entre los años 1997 y 2012, ha sido la primera en tener este acceso a internet desde pequeños. La gran diferencia con la generación anterior, la millennial, una generación también digital, es que el acceso a internet les llegó cuando ya tenían una personalidad forjada. Los Z no. Deslumbrados por la tecnología, hemos expuesto a toda una generación sin ningún tipo de evidencia científica de cuáles son sus consecuencias.
A la generación Z les colgamos el atributo de “nativos digitales”, una etiqueta que cada vez más expertos ponen en cuestión. A menudo justificamos el uso de las pantallas en nuestros niños y jóvenes por el hecho de que son “nativos digitales”, pero la pregunta que deberíamos hacernos es si son “competentes digitales”. Saber utilizar cualquier dispositivo o aplicación no es sinónimo de ser competente en su uso. La competencia será definida por otros factores que nada tienen que ver con el saber navegar pasando el dedo por una pantalla. La competencia significa saber qué busco, entender qué encuentro, gestionar las emociones que me genera... ¿Pensamos realmente que estas competencias se alcanzan en la infancia y los primeros años de la adolescencia?
Pongamos un ejemplo. El informe (Des)información sexual: pornografía y adolescencia, publicado en 2020 por Save the Children, sitúa la media de acceso a la pornografía a los 12 años, un 70% la consumen de forma frecuente y un 94% en la intimidad. Un informe más reciente de la Agencia Española de Protección de Datos rebaja el promedio de acceso a los 8 años. ¿Pensamos que un niño o niña de 8, 10 o 12 años que accede a internet sin ningún tipo de control ni de pauta tiene la competencia necesaria?
Muchos padres y madres piensan que el riesgo de las pantallas es que su hijo o hija se pase todo el día frente a la pantalla, que llegue a ser adicto. Pero el riesgo no reside solo en el número de horas. El otro gran riesgo es que, aunque esté poco tiempo conectado, afecte a su desarrollo como persona a todos los niveles: cognitivo, emocional, social...
Como todo problema complejo, no hay una solución simple, pero como todo problema, lo que hay que hacer es afrontarlo. Es necesario un debate de la sociedad en su conjunto, profundo, riguroso y valiente, basado en evidencias científicas y lejos de dogmatismos, como el que se está produciendo en muchos países europeos.
En este debate no podemos perder el foco: no es sobre la tecnología sino sobre el bienestar de toda una generación que está en crecimiento y formación, una generación que, por otra parte, está muy comprometida, y es solidaria, con las causas globales y no individuales, como por ejemplo el cambio climático o la salud global del planeta.
Un debate que debe estar al frente de la agenda política, para dar los frutos legislativos necesarios que protejan a nuestros niños y jóvenes, para, en definitiva, hacer un mundo mejor del que la tecnología forma parte. Porque la pregunta es: ¿toda la tecnología a todas las edades? ¿Cuáles deben ser los límites?