Viernes veinte de septiembre de 2024. Un problema con una empresa eléctrica. Llamo. Tropiezo con el previsible bucle telefónico protagonizado por voces grabadas. Una cuña de voz lleva a otra: no hay escapatoria. El supuesto servicio de atención simplemente es un fraude, aunque la voz femenina que simula que me atiende –monótona y a la vez autoritaria– considera que el problema radica en mi dicción ("No le entiendo. Por favor, repita la..."). Intento hacer un mail. Todo es igualmente incierto. En este caso, el sistema me desvía hacia los comentarios de otros usuarios. El lunes veintitrés de septiembre, una empresa subcontratada de la misma energética que el viernes no me hacía caso me llama para contarme una oferta que, en realidad, es otra estafa (la clásica trampa que busca un cambio de contrato que va contra mis intereses a cambio de un descuento que solo durará unos meses). En este caso, sin embargo, no me atiende un robot sino una voz masculina con acento colombiano (¡las eses colombianas son tan peculiares!). Me gustaría pensar que este chico no es consciente de estar participando en una actividad fraudulenta a cambio, seguramente, de calderilla.
Todo esto no pasa por casualidad. El papanatismo relacionado con el fomento institucional de la digitalización, así como la casi obligatoriedad de utilizar el teléfono móvil cotidianamente para casi todo, ya se percibe como algo "inevitable" (!?). Hace unos años, la omnipresencia de la pantalla en las aulas fue impulsada institucionalmente y generó un gasto público multimillonario que ahora ya no sirve de nada: los países que iniciaron esa aventura que culminó con "la fábrica de cretinos digitales", en feliz expresión de Michel Desmurget, han dado marcha atrás. Todo esto está dando sus frutos, y casi siempre son amargos. Tenemos que pretender que no lo vemos, sin embargo. De hecho, el papanatismo es quizás la clave de este tema: siempre habrá algún dócil corderito que replicará que todo esto es tecnofobia o algo por el estilo.
En la sucursal bancaria que he frecuentado a lo largo de años, ubicada entre Gràcia y Sant Gervasi, en Barcelona, ahora hay un supermercado. Hace un cuarto de siglo, esta gente me pagaban intereses e incluso me hacían algún regalito. Ahora habitan en el ciberespacio. De hecho, en los pueblos pequeños –y en los no tan pequeños– ya no están, se han esfumado. "Claro, como todo se puede hacer con el móvil..." ¿Seguro que es tan, tan, tan claro, lo del móvil? Resulta que donde antes había un servicio ahora existe una aplicación o un contestador: ¿cómo revierte en el usuario esta reducción de gastos? ¿Acaso ahora vuelven a hacer regalitos y a dar intereses de verdad (no me refiero a las engañosas triquiñuelas de los anuncios)? En el mejor de los casos, ciertos cambios complican las cosas al cliente; en el peor, como ocurre en el caso de los pueblos pequeños, se elimina un servicio sin contemplaciones. El coro de corderitos obedientes repetirá: "¡Pero si ya todo se puede hacer con el móvil, hombre!" Pues qué bien. Un tercer ejemplo real y reciente, en este caso hace dos semanas. Me llega un burofax de la Agencia Tributaria por un asunto en la Aduana de Madrid (hay que satisfacer los aranceles correspondientes de un artículo que proviene de Japón, etc.). Muy bien, les pagaré. El problema es que para hacerlo sin complicarme demasiado la vida tengo que escanear un código QR tant sí com no (si no tuviera ningún respeto por el catalán diría "sí o sí", como hacen los políticos y los tertulianos).
Entendería que algún lector pensara: "¿Y por qué caray no tiene un smartphone como todo el mundo y se deja de historias?" Cabe decir que, por razones que ahora no vienen al caso, tengo móvil desde el año 1995, cuando todavía era una rareza. No utilizo smartphone porque considero que este utensilio acaba condicionando completamente la vida de las personas, sobre todo la de los más jóvenes. A menudo nos hace perder el tiempo estúpidamente porque es una vulgar ratonera que se ha rasgado en el seno de la rueda del consumo. No nos hace más sabios, ni más felices, ni más eficientes ni más nada. Prefiero invertir mi tiempo libre tocando la viola de gamba, leyendo o caminando a paso animado por las calles de Barcelona que no interesan a los turistas. Es mi estranha forma de vida, como dice el fado de la gran Amália Rodrigues. Todo esto resulta discutible, por supuesto, pero hace muchos años que perdí el interés por tener razón o por agradar. Hay algo que no es opinable, que no admite matices: salvo que cambie la legislación vigente y lleguen a modificarse determinados contratos donde antes no constaba la cláusula, nadie tiene la obligación de vivir encadenado a un móvil.