Perdidos en un bosque de emociones

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Contenedores de reciclaje y de basura quemando en una barricada, ayer a la calle Girona de Barcelona.

¿Vivimos una época de emotividad desbocada? ¿Pretendemos escaparnos de la dureza de nuestro tiempo ablandándola en un baño maría de sentimentalidad fácil? ¿Necesitemos endulzar la incertidumbre con la que tenemos que encarar el inicio de cada nuevo día con terrones de sensiblería? Son muy arriesgadas, este tipo de generalizaciones. Y todavía es más difícil demostrarlas y medirlas. Pero si miramos con atención con qué nos quiere seducir la publicidad, si observamos la orientación de los nuevos estilos de información periodística, si ponemos atención a la deriva de los discursos políticos y las reivindicaciones sociales, hay suficientes indicios para sospechar que, efectivamente, cada vez buscamos el consuelo más en las emociones que en la razón, más en la afección que en la serenidad.

Cojamos la publicidad, que suele ser el mejor escaparate del espíritu de cada tiempo. Los objetos han dejado de presentarse por su funcionalidad práctica y solo son portadores de sensaciones. Da igual que sean los alimentos más elementales como que se trate de los vehículos tecnológicamente más avanzados. Lo que importa es el sentimiento patriótico del aceite o el placer de conducir ese coche. Da igual que sea un medicamento o un perfume. El anuncio nos ofrece la satisfacción que –supuestamente– produce sobreponerse a una gripe o la ganancia de confianza en uno mismo que proporciona la fragancia de un triunfador. Venden emociones.

Veamos ahora los noticieros. Debéis de haber podido comprobar que cada vez hay más espacio para la subjetividad que para los hechos. La breve duración de cada noticia se llena de declaraciones de personajes desconocidos a los que se pide su impresión y su opinión, de forma que la mirada subjetiva sustituye la aproximación objetiva al hecho. Quizás alguien pensará que esto “humaniza” el hecho, que pone cara a los datos “fríos”. Ahora bien: el caso es que el hecho queda desfigurado por una legítima pero sesgada mirada la perspectiva de la cual no conocemos. Solo hay que ver la densidad emocional, casi impúdica, con la que se informa de la actual pandemia en una vía que, más que contribuir a la comprensión y la serenidad, invita al estremecimiento y la angustia.

Y, si queréis, hablamos de la política, tanto si se hace dentro como fuera del espacio institucional. No es tan solo la sospecha de que la emocionalidad rige secretamente la mayoría de rivalidades, acuerdos y decisiones, sino que el debate y la confrontación pública se construyen buscando la confianza ciega o la animadversión feroz y no sobre los argumentos y los hechos. ¿Y acaso no es la apelación a los sentimientos más turbios lo que fundamenta el actual populismo? ¿Acaso no son el exabrupto, el desprecio y el insulto los principales instrumentos sobre los que se construyen los vínculos y las lealtades en la red? ¿Es que se puede articular una defensa sólida de la libertad de expresión desde una colérica ocupación de la calle? ¿Es que se puede exigir el respeto a la dignidad personal desde el linchamiento revanchista que ignora el derecho a la presunción de inocencia?

Max Weber, al final de La ética protestante y el espíritu del capitalismo –escrito entre el 1904 y el 1905–, observaba que, al desaparecer la dimensión ética y religiosa del espíritu del capitalismo, la preocupación por los bienes materiales –que para el ascetismo protestante solo tenía que ser un abrigo ligero– se había convertido en una jaula de acero de pasiones agonísticas. Hace más de cien años, Weber se preguntaba quién habitaría esta jaula en el futuro y si habría un renacimiento de ideales y de pensamiento tradicionales, o si se acabaría con una “petrificación mecanizada adornada con una especie de autobombo crispado” llena “de especialistas sin espíritu, de sibaritas sin corazón”. Weber acertó en los dos pronósticos: han reaparecido todo tipo de ideales irracionales y a la vez el afán de lucro ha llegado a unos límites inconcebibles. Pero lo que no se habría podido imaginar nunca el sociólogo alemán es que una cosa y la otra acabarían envueltas con el mismo celofán de un sentimentalismo engañoso y pánfilo.

Salvador Cardús es sociólogo

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