El TSJC cae en su trampa

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Imagen de una escuela, en una imagen de archivo

El Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) ha sido manifiestamente torpe en su última interlocutoria sobre el 25% de castellano en las escuelas, redactada con un texto en catalán repleto de errores lingüísticos y faltas de ortografía. La chapuza ilustra de manera gráfica la frágil situación del uso social del catalán, idioma que ni la alta judicatura del país parece respetar. Y de paso es una evidencia palmaria de la absurdidad de la sentencia del propio TSJC: porque lo que la realidad demuestra día a día –en la propia justicia, en el comercio, en los medios de comunicación, en el deporte, por todas partes– es la necesidad perentoria de reforzar el catalán, no el castellano, mucho más consolidado en todos los campos gracias a su peso demográfico y económico, y al apoyo constante e inestimable del Estado. El reducto escolar, como un espacio para muchos chicos y chicas de acceso a una lengua, la catalana, que de lo contrario les sería del todo ajena, continúa siendo plenamente necesario. ¿Cómo puede ser que ni los jueces que no saben usarlo no se den cuenta de ello?

Los errores de una mala traducción del castellano con que nos ha obsequiado el TSJC suponen un acto involuntario de justicia poética. Un acto que demuestra un error mayor que todas las faltas: la injusticia palmaria de querer desmontar el modelo de escuela basado en el catalán como lengua vehicular, un sistema reiteradamente validado por amplísimas mayorías parlamentarias y que ha garantizado a lo largo de cuatro décadas el conocimiento tanto del catalán como del castellano. Unas cuantas generaciones de alumnos dan testimonio de ello. Quizás, en todo caso, con unos conocimientos demasiado bajos en cuanto al catalán, si atendemos al nivel demostrado por el TSJC. Ironías aparte, la convivencia lingüística ha sido y es otro valor que la escuela ha sabido preservar, actuando con flexibilidad y rehuyendo cualquier tipo de confrontación identitaria o de instrumentalización política, a pesar de los esfuerzos incansables de una ínfima minoría de familias que han recibido el apoyo mediático y político de la derecha nacionalista española, siempre atenta para envenenar la convivencia lingüística.

La situación ahora mismo resulta esperpéntica. Poner cuotas de lenguas ya es por sí mismo una decisión que va en contra de las nuevas tendencias educativas, reafirmadas por la legislación, de trabajar en las aulas cada vez menos por asignaturas y más por ámbitos y proyectos. Y pretender, como quiere el TSJC, que la alta inspección educativa del Estado en Catalunya, formada exactamente por dos funcionarios, inspeccione el cumplimiento del 25% de castellano en los 5.459 centros del país es misión imposible. Estamos ante la reducción al absurdo de un problema que, además, es artificial, políticamente inducido y judicialmente inflado. El TSJC se ha metido en un lío fenomenal que amenaza con socavar su autoridad y credibilidad: en lugar de hacer justicia para resolver problemas, está creando problemas irresolubles. Reconducir la situación desde la política, buscando el máximo consenso –tal como se ha intentado en las últimas semanas en el Parlament sin éxito con una reforma de la ley de política lingüística– y respetando la autonomía educativa de los centros es el único camino transitable para intentar salir del laberinto judicial.

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