Unas colonias para superar adicciones y hacer las paces con la familia

Unos 90 adolescentes conviven en una escuela terapéutica, donde reciben atención psicoeducativa

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L'Ella i el Javier (noms ficticis) a l'escola terapèutica Can Ros, a Aiguamúrcia (Alt Camp)

Aiguamúrcia (Alt Camp)De golpe, sus padres ya no estaban. El viernes 13 de marzo de 2020, mientras todos nos encerrábamos en casa por la pandemia, Javier –nombre ficticio– empezó su particular clausura en Can Ros. Sus padres le habían traído desde Madrid engañado, y le dejaron en esta escuela terapéutica para que se recuperara de sus adicciones. Tiene 17 años y desde los 12 está “enganchado” a las drogas, una bajada a los infiernos que había dinamitado la relación familiar. “Me dieron unas cartas en que mis padres me explicaban por qué me habían traído aquí. Primero no aceptaba sus motivos. Con el tiempo, he entendido mis errores y que tenía que enmendarlos”, explica. 

Con franqueza, admite que, sin saber cómo pedir ayuda, había llegado a drogarse en casa para que “le pillaran”. “Era una indirecta, porque yo sabía que no me ayudaba pero no sabía cómo pararlo”, recuerda. Pero incluso cuando le ayudaron llevándolo a Can Ros Javier reconoce que la rabia que sentía (contra sus padres y contra él mismo) lo empujó a cometer errores, como robar dinero y escaparse por la noche. 

Ha convertido sus emociones en un tipo de agradecimiento y cierta vergüenza. “Si fuera por mí, nunca habría venido. Mis padres tomaron la decisión correcta”. Dice que con los meses ha sacado “piedras de la mochila” gracias a la terapia y al deporte, y que ha aprendido a comunicarse mejor, incluso con sus padres. “Antes lo único que me hacía sentir bien era drogarme, pero era un bienestar momentáneo. Aquí he aprendido a pedir ayuda antes de explotar y a tener la cabeza ordenada para tener una vida ordenada”.

Javier, que ya cuenta los días para recibir el alta, se ha recuperado en la escuela terapéutica que la entidad Amalgama 7 tiene en el Alt Camp. Es una casa de piedra en medio del campo donde viven unos 90 chicos y chicas adolescentes que necesitan un apoyo asistencial y educativo por problemas como adicciones a las drogas y al alcohol, abuso del móvil o los videojuegos, violencia contra los padres, desmotivación escolar o líos alimentarios, entre otros. Algunos son casi mayores de edad, otros tienen cara de niños. Van todos vestidos igual –chándal y chanclas o zapatillas –, y muchos andan con la cabeza baja.

Durante el curso pueden continuar sus estudios reglados (dan clases de ESO, bachillerato y ciclos formativos) y este verano, por segundo año, organizan una especie de colonias que fusionan los campus de verano tradicionales con servicios terapéuticos y psicoeducativos. Es una puerta de entrada para familias que buscan ayuda para sus hijos pero temen ingresarles durante mucho tiempo. A pesar de todo, el 60% de los asistentes del año pasado acabaron alargando su estancia. 

“Necesito estar bien conmigo mismo"

Ella –nombre ficticio– entró en Can Ros hace tres semanas. “Necesito dejar atrás mis problemas, las autolesiones, tener la cabeza más clara y estar bien conmigo misma”, dice. Tiene 15 años y hace solo siete meses que perdió a su madre de un cáncer. “Ella me había adoptado y se sentía culpable de irse. Mi cabeza rechaza a mis tíos, porque vivir ahora con ellos significa aceptar que mi madre ya no está y siento una rabia muy grande”, explica. Quiere recuperarse para reconciliarse con algunas amistades, a quienes reconoce que no ha tratado bien los últimos meses, y con su nueva familia, a quien echa de menos. “He visto que lo han hecho todo por mí, que me quieren y que yo también necesito una familia que me apoye y me cuide”, expresa, consciente de que se estará en Can Ros “el tiempo que sea” hasta recuperarse. “Yo quiero estar bien, alejarme de gente que no me aporta nada y llenar mi vida de cosas positivas”, dice.

Ella y Javier entran para hacer una pecera, una sesión grupal en la que “se habla de lo que sea”. Empiezan haciendo un repaso del fin de semana. Muchos han salido a visitar a su familia, lo que les trastorna un poco. Hay de todo: quien está contento porque ha vivido “los mejores días en meses”, quienes se ha reencontrado con su madre y “empiezan a asumir” que la recuperación va para largo, quien discutió con sus padres “por temas del pasado”. Debaten también sobre el uso que hacían del móvil –dentro de Can Ros no lo pueden usar–. Desde Amalgama 7 han detectado que la pandemia ha disparado el abuso de las pantallas, a pesar de que son casos difíciles de detectar, porque entre los jóvenes pasarse horas en el móvil está muy normalizado. “Chateaba hasta las 3 de la mañana con amigos”, dice una chica. Otra asegura que se podía estar “cinco horas al día en Instagram”. Y una adolescente admite su problema: “Yo he compartido conductas de riesgo por WhatsApp, porque que te hagan caso te hace subir la autoestima. Esto lo tengo que trabajar”. Los casos más extremos, sin embargo, son los seis jóvenes que han atendido con síndrome de Hikikomori, un tipo de autoconfinamiento en su habitación.

Rompiendo prejuicios y tópicos

En Can Ros se desmontan muchos de los prejuicios sobre la salud mental. A pesar de que poner a adolescentes con problemas de conducta y de adicciones bajo el mismo techo les puede convertir en una bomba de relojería, aseguran que la experiencia funciona. “Es un ensayo de lo que se encuentran en la vida, porque convivir en comunidad es aceptar a quien tienes al lado”, argumenta Jonny, el director socioeducativo. Los chicos están de acuerdo: “A veces nos ayudamos y a veces nos retroalimentamos, pero esto también pasa fuera. Aquí al menos nos ayudan a saber ver quién no nos ayuda y a frenarlo”. Y a pesar de que se pueda pensar que esto pasa en las familias marginales o desestructuradas, los jóvenes avisan que “puede tocar a todo el mundo”: “Somos hijos de catedráticos de universidad, de funcionarios, de gente que trabaja en hospitales”.

Javier pide también romper los tópicos a la hora de dar consejos. “No sé qué diría a los jóvenes que están pasando por lo mismo que yo. A los padres de estos chicos les diría que den mucho amor a sus hijos, pero no amor físico, sino que les marquen límites, aunque cueste, para que no se desvíen”. A pocos días de volver a casa, siente vértigo porque no quiere “volver a caer en la tontería” que arrastró durante tantos años. “No me imagino cómo será mi vida. La tengo que crear yo, desde cero”.

Jordi Royo: “Los problemas son previos al covid, pero ahora están más acentuados”

Cuatro preguntas a Jordi Royo, psicólogo clínico de Amalgama 7

¿El servicio de Amalgama 7 no tendría que ser público?

Somos una escuela terapéutica, pero estamos homologados como un centro residencial, igual que un geriátrico. Somos a la vez un hospital, una escuela y una casa de colonias y, por lo tanto, hay médicos y psicólogos, profesores, educadores y monitores. Tenemos 45 plazas concertadas por la DGAIA y las familias pueden pedir la prestación estatal de seguro escolar, pero nos gustaría concertar más plazas con Salut.

¿Los jóvenes han sufrido más la pandemia?

Tenemos que poner a los jóvenes al mismo nivel que el resto de colectivos. Hay dos tendencias hacia los adolescentes: la punitiva y la compasiva. Pero los adolescentes no quieren persecución ni sobreprotección. Los jóvenes que atendemos presentan problemas previos al covid, pero ahora los tienen más acentuados. Por ejemplo, un 35% de los chicos contestaban mal a sus padres, durante el confinamiento fueron el 70% y después el 60%. Esto quiere decir que quedan secuelas de la pandemia.

¿Se pueden evitar estos comportamientos?

Cuando un chico contesta mal, tiene comportamientos disruptivos y no colabora en casa con 12 años, pensar que se solucionará solo es una ilusión. Hay que actuar cuanto antes mejor, parando y reconduciendo. 

¿Qué puede hacer la familia?

Las familias han perdido la verticalidad y se han instalado en una horizontalidad ficticia. No es importante la estructura familiar, sino el estilo educativo. Hay cuatro: el sobreprotector, el delegativo (cuando pedimos responsabilidades a los otros), el permisivo (ser amigo de tu hijo) y el corresponsable. A pesar de que sea el minoritario, ser un referente moral de tu hijo aumenta sus posibilidades de recuperarse. Hace falta también sincronía entre la pareja, porque nos encontramos mucho casos con progenitores con estilos diferentes. Más que nunca, los adolescentes de riesgo necesitan hablar con adultos referentes.

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