Discapacidades en las fiestas mayores, ciudadanos de segunda
Tener que pagar una entrada VIP para un concierto o no ver el escenario son situaciones que denuncian a familias con hijos con discapacidad
BarcelonaUn programa de fiesta mayor no es completo si, aparte de los horarios de las actividades y conciertos, no deja claro si se han tenido en cuenta las necesidades específicas de las personas con discapacidad. De hecho, la diversión, la fiesta, puede convertirse en muchos casos en una carrera de obstáculos para este colectivo, aunque la mayoría de los promotores privados y ayuntamientos siguen la normativa de reservar plazas o zonas específicas. Más allá de si hay una rampa para salvar una barrera arquitectónica o los espacios están o no adaptados, salir de fiesta supone a menudo una preparación previa que impide “improvisar”, uno aquí y ahora, porque es necesario mirar y revisar la letra pequeña de los actos . Se sienten público de segunda clase.
A Isabel Cano le costó "muchísimo" averiguar si el concierto que Aitana dará el próximo 13 de octubre en el Palau Sant Jordi tendrá un lugar seguro para su hija Aitana, de 17 años, con una discapacidad del 81%, física e intelectual, a causa de una mutación del gen 16. Sin otras opciones, Cano acabó comprando dos entradas ordinarias (144 euros en total) y, con posterioridad, tras "mil correos y llamadas", la organización del show no le garantizaba que fueran aptas para las especificidades del adolescente. Fue cuando una amiga le aconsejó que probara el espacio VIP, con plena visibilidad, pero con un precio de 355 euros por las dos entradas. "Llamé a la organización y me dijeron que primero tenía que comprar las nuevas entradas y después ya me abonarían las demás", explica la madre, resignada a tener que asumir los costes extras de privilegio cuando es necesario.
Como la familia Cano, Noemí Font también es de salir pocas fiestas mayores con su hija de ocho años con movilidad reducida, precisamente por todas las trabas. Sin embargo, este verano decidieron ir a ver The Tyets a Sant Vicenç de Montalt, un concierto gratuito en la playa que, sobre el papel, pintaba muy bien. Font, una activista por los derechos de las personas con discapacidad, consciente de las dificultades, pidió por las redes sociales si se había previsto una zona apta, e incluso el dúo del Maresme se interesó por el caso, ante el silencio municipal. Font admite que sus pocas expectativas se cumplieron porque se improvisó un área reservada en el paseo marítimo, detrás de las carpas de la comida y los tenderetes, en un punto con poca visión y menos audición. "No se sentía nada", dice.
Tras preguntar y repreguntar, cuando los cuatro miembros de la familia llegaron, personal municipal les indicó que "sólo podía pasar la niña y un acompañante". Esta es una solución muy habitual, relata Ramon Ferrer, técnico de Cultura de San Andrés de la Barca, para "poder rentabilizar al máximo el espacio". Sin embargo, para las familias y el colectivo más que una solución es un parche porque priva de la diversión en grupo: "Nosotros vamos en familia y queremos ver un concierto en familia", se queja Font, que subraya que haber de estar en una zona reservada "no es privilegio".
Catorce años de la ley
La ley 11/2009, de regulación administrativa de los espectáculos públicos y las actividades recreativas, establece la accesibilidad universal y obliga a los organizadores a garantizar a las personas con discapacidad "el acceso y disfrute de los servicios". En la mayoría de los actos se cumple, con mayor o menor fortuna, aunque Font se indigna porque a menudo "cuando hay una zona reservada la ponen en cualquier lugar", como para cumplir el expediente. Ferrer asegura que en el diseño de las fiestas hay "camino por correr" para dar un buen servicio al colectivo, aunque indica se hace "lo que se puede" con los recursos y los espacios de que se disponen.
Pero las zonas reservadas, segregadas como un coto, son un elemento totalmente obsoleto, ilustra Montse Basterretxea, madre de un hijo con TEA (trastorno del espectro autista) y presidenta de la entidad Suma Castellar, de Castellar del Vallés. Ella aboga por el "diseño universal", que no significa más que transformar los espacios adaptados en aptos para todos. "El objetivo es que la gente se mueva como quiera, por lo que desea y no por cómo es", revela esta activista, que apunta que el único requisito es realizar "un cambio de contexto que haga que todo el mundo sea incluido". Con las actuales zonas, lo que pretende ser una medida inclusiva acaba siendo "excluyente", subraya, puesto que dejan a las personas con necesidades especiales al margen. "Es por una cuestión de seguridad y para que estas personas disfruten del espectáculo en mejores condiciones", justifica Ferrer.
Recientemente, Suma organizó un concierto para aplicar y ejemplificar el diseño universal, una especie de prueba para demostrar la validez de este modelo. La fórmula es tan sencilla como dividir el área del público por colores. Justo delante del escenario, se delimitan dos zonas paralelas: la zona de "azul" para gente que quiere estar de pie y la llamada de "rojos", para sillas (ordinarias y de ruedas). Detrás de una zona verde más tranquila, y al final de todo, cerrando el perímetro del público, un área "naranja" de mesas para comer y beber mientras se sigue la actuación. La base de todo es que se puede "escoger" donde se está más cómodo, aunque se tenga una discapacidad o movilidad reducida (personas mayores, inmovilización temporal de una extremidad, etc.), lo que, según dice, permite también al colectivo poder disfrutar con la compañía elegida y no impuesta.