Salud

"Al menos con el diagnóstico, ahora me creen": medicina androcéntrica, 4 mujeres, 4 historias

Cuatro mujeres relatan sus experiencias con la endometriosis, la fibromialgia, el lipedema y la violencia obstétrica

9 min
Idoia, Marian, Gisela y Cristina cuentan cómo las ha afectado el sesgo de género de la medicina
Dosier Cuerpo de mujer, medicina de hombre Desplega
Cuerpo de mujer, medicina de hombre
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Tan evidente y tan invisible
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La exclusión de la mujer de los ensayos clínicos resta eficacia a las terapias
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"Al menos con el diagnóstico, ahora me creen": medicina androcéntrica, 4 mujeres, 4 historias
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La perspectiva de sexo y género en medicina beneficia a todo el mundo
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BarcelonaEl sesgo de género en medicina se traduce en enfermedades invisibilizadas, como la endometriosis, el lipedema o la fibromialgia, que sufren mujeres como Idoia, Marian y Gisela. Pero también la medicalización de procesos fisiológicos normales como el embarazo o el parto, como relata Cristina. Las cuatro levantan la voz y reclaman que la investigación y la medicina pongan también a la mujer en el centro.

Cristina Fernández Victory explica su experiencia de violencia obstétrica

Cristina Fernández Victory

“¿Es que no sabes parir a tu hijo?” La violencia verbal también es violencia obstétrica

Le da rabia que haya médicos que nieguen la violencia obstétrica, porque negándola, dice, están negando lo que ella y otras mujeres han vivido en sus partos. Hace cinco años del nacimiento de su hijo y todavía se le escapan las lágrimas cuando lo revive. Cristina Fernández Victory tuvo dos partos. Uno que empezó en casa y avanzaba a su ritmo y otro que empezó al atravesar las puertas de la clínica privada donde pensaba que podía tener un parto lo más natural y menos medicalizado posible. Pero entonces, no tenía la información de la que dispone ahora. Durante mucho tiempo se ha culpado a ella y a su pareja de no haber elegido el lugar adecuado para parir o de no haber defendido sus derechos. “Pero no es responsabilidad nuestra, los profesionales sanitarios se están eximiendo de su responsabilidad real. En cualquier otra disciplina médica sería impensable que tú tengas que estar informada para que no te hagan determinadas intervenciones”. Es consciente que un parto puede no ser como te lo habías imaginado y que hay una parte que no se puede controlar, pero lamenta que se parta de la idea que es “una enfermedad o un peligro” porque “parir –insiste– es un acto fisiológico natural”. 

En la clínica se sintió “infantilizada” cuando comunicó que quería parir sin epidural. Y menospreciaron su vivencia, como cuando les dijo que la dilatación iba muy rápido y estaba cerca del expulsivo. Echó de menos apoyo y acompañamiento en el proceso de dilatación y pidió la epidural. “Estaba sola y me rompí emocionalmente”. Acabó pariendo con oxitocina, episiotomía, ventosa para sacar a su hijo y maniobra de Kristeller para hacerlo bajar, una práctica desaconsejada por las sociedades científicas pero que se continúa practicando. Con todo, no fue esto lo que más daño le hizo. “No sabes empujar. ¿Es que no sabes parir a tu hijo? Esta frase me ha hecho mucho daño. ¿Qué quiere decir esto? Habían negado mis sensaciones y la epidural había hecho que no sintiera nada. Me decían «empuja», pero yo no notaba nada, solo podía hacer fuerza con las abdominales, que era el único lugar donde todavía tenía sensibilidad”. La violencia verbal, dice Cristina, también es violencia obstétrica. “Esta frase, pronunciada antes de la maniobra de Kristeller, es lo que les da potestad para subirse encima mío. A mí me deja en estado de shock y no lo aparto”, recuerda.

Cuando nació su hijo, con un peso de 2.450 gramos, se lo llevaron y no pudo hacer el primer contacto piel con piel. No fue hasta que llegaron a casa que tuvo la sensación de estar, por fin, en “un lugar seguro” y se focalizó en sacar adelante la lactancia. “Pensé que en otro parto lo sanaría pero no ha habido ninguna otra criatura”. Un segundo hijo lo habría tenido en casa. El término violencia obstétrica incomoda a una parte de la clase médica. “Porque hace que las mujeres vayan a la defensiva –opina Cristina– pero la confianza te la tienes que ganar”. De hecho, constata que muchas de estas prácticas se han normalizado tanto que a ella le ha hecho dudar de si lo que vivió es violencia obstétrica.

Marian Campello tiene lipedema, una patología que afecta solo a mujeres y de las que no hay investigaciones concluyentes

Marian Campello

“Durante años los médicos solo me decían que hiciera ejercicio y dieta”

El día que en Instagram vio unas piernas, Marian Campello (Elche, 34 años) pensó: “¡Si soy yo!” Era 2020 y se hartó de buscar en Google para confirmar que sus piernas y las caderas desproporcionadas no eran por su “complexión fuerte”. Todavía le faltaban unos meses para tener el diagnóstico de lipedema, una concentración patológica de grasa en las extremidades que afecta solo a las mujeres y de la que no hay investigaciones concluyentes sobre si detrás de ello hay una causa hormonal, linfática o vascular. Infradiagnosticada, se confunde con la obesidad o la celulitis, a pesar de que, según la OMS, es una enfermedad que sufren entre el 4% y el 10% de las mujeres y a menudo “se trata como si fuera una cuestión estética y no de salud”.

Hasta llegar a poner nombre al no sé qué tengo, Campello estuvo media vida oyendo que hiciera ejercicio y dieta, pero la grasa se continuaba concentrando en las caderas y las piernas. Los primeros síntomas aparecieron en la pubertad, casi a la vez que las migrañas fuertes y unos supuestos ovarios poliquísticos que años después ya eran normales pero que le hicieron tomar anticonceptivos durante mucho tiempo e incluso antidepresivos que la dejaron “como un trapillo sucio”, con ansia por comer siempre: “Seguro que todo esto me ha perjudicado”.

Por suerte, recuerda que no tuvo complejos, más allá de la rabia de no encontrar pantalones en las cadenas de moda. Así fue tirando años, hasta la aparición del dolor en las caderas. “Entonces me dijeron que era un problema de mala circulación”. Y se hizo todos los masajes que pudo. Y más ejercicio y dietas. Hace poco más de un año, la concentración de grasa le apareció en los brazos. “Ya tenía claro que algo no iba bien”, recuerda, a pesar de que los médicos le daban a entender que eran imaginaciones suyas. “Te quedas sin fuerza de tanta frustración acumulada”.

De las prospecciones en internet llegó a otras enfermas como ella y de aquí a la consulta del doctor José Luis Simarro Blasco, en Madrid. “Sé que no me curaré”, afirma, e indica que solo tiene dos soluciones al alcance. Por un lado, operaciones quirúrgicas para extraer la grasa de las piernas y, por el otro, un tratamiento conservador de punzadas para succionar esta grasa. En cualquiera de los dos métodos, la Seguridad Social no se hace cargo del tratamiento y confía que con el diagnóstico al menos le puedan subvencionar las fajas de contención, que son muy caras. Empieza en septiembre.

Gisela Soroka sufre fibromialgia, una enfermedad que le diagnosticaron 15 años después del primer síntoma

Gisela Soroka

“Al menos ahora, con el diagnóstico de fibromialgia, me creen cuando digo que tengo dolor”

Pasaron quince años desde el primer síntoma –dolores en la zona lumbar al final del embarazo de su primera hija– hasta el diagnóstico de fibromialgia. Por el camino, un peregrinaje por consultas médicas públicas y privadas, dos hijos más y un diagnóstico de síndrome de Sjögren –una enfermedad autoinmune– y la sospecha de otra. Gisela Soroka hace quince años que convive con el dolor y unos síntomas que han ido empeorando con el tiempo y que ahora la obligan a pasar muchas horas en la cama. El dolor articular es constante y el muscular va y viene pero se le suma una taquicardia, por la que se está medicando, y una neblina mental que le dificulta concentrarse y que condiciona su trabajo, y esto está siendo “más duro” que el dolor físico. No obstante, reconoce que el dolor le provoca “una falta importante de paciencia”. “Y hace nueve años empecé a tomar antidepresivos para soportar lo que vivo, puesto que impacta al estado de ánimo”, reconoce. Y lo dice con una sonrisa. “Ser positiva y tomármelo todo con humor forma parte de mí pero antes era más optimista, y pensaba que esto algún día se acabaría”. Gisela tiene ahora 41 años y empieza a notar, dice, el peso de la edad en el cuerpo.

Todavía recuerda los inicios de la enfermedad. Su primera hija ya había nacido y ella se sentía dolorosa, cansada, con dolor de espalda y sin energía. “Veía que otras madres recuperaban la energía y yo no. Pero me decían que esto se debía de a que era muy delgada y no tenía masa muscular”. Le hicieron varios estudios pero no encontraban respuestas. Todavía sin diagnóstico tuvo su segunda hija. Y los médicos atribuían el dolor en las articulaciones al hecho de ser madre trabajadora. Entonces todavía trabajaba a media jornada. “Las madres no recibimos ninguna ayuda, estamos solas y encima se nos culpa por estar solas”. Ahora se dedica al marketing digital por cuenta propia y puede adaptar el trabajo a sus necesidades.

Se ha sentido “incomprendida” por los profesionales sanitarios. “Siento que tengo que luchar por todo, como por ejemplo que me hagan pruebas o me deriven a otros profesionales”, y lamenta que ningún profesional tenga la foto completa: “Es el mismo cuerpo pero nadie habla con nadie”. Ha notado el sesgo de género. “En algún momento pensé que era porque no era de aquí. Pero creo que tiene más que ver con el hecho de ser mujer que ser inmigrante”, dice. Gisela y su marido vinieron de su Argentina natal a los 22 años y aquí han nacido sus tres hijos.

Durante todos estos años ha leído e investigado mucho sobre sus síntomas y considera que la fibromialgia “es un cajón de sastre”. “Pero prefiero que me diagnostiquen de esto que de nada. Al menos ahora me creen cuando digo que tengo dolor”. “Lo que me sorprende es que le pongan una etiqueta y ya no se investigue de donde viene este dolor crónico”, lamenta.

La fibromialgia es una enfermedad incomprendida porque, a primera vista, los pacientes parecen estar bien. Gisela agradece, sin embargo, que su círculo, y especialmente su marido, siempre la han respetado. La enfermedad no ha impactado en la relación de pareja pero sí que ha condicionado su maternidad, especialmente con el más pequeño, de cinco años. “Es muy activo y no me puedo adaptar a sus demandas y su figura de referencia es su padre”, explica. Le gustaría ser “una madre más presente”: “Sé que mis hijos me recordarán en la cama y esto me duele”.

Idoia Ruiz padece endometriosis y había normalizado el dolor durante la menstruación

Idoia Ruiz

“Siempre pensé que me había tocado la regla con dolor”

El recuerdo de la primera regla y las posteriores, explica, es el de tener un “dolor infinito” que incluso la había dejado en el suelo y desmayada. Literalmente. De muy jovencita este dolor insoportable la hizo tomar fuertes analgésicos y antiinflamatorios, un remedio que todo el mundo veía como el mal menor, a pesar de que la hacía ir medio grogui al instituto o la universidad. “Siempre pensé que me había tocado la regla con dolor”, como su madre o su abuela, dice Idoia Ruiz. Como una lotería.

No fue hasta los 35 años cuando, después de tener una regla muy dolorosa, un día el ginecólogo le hizo notar que en la ecografía aparecía un pequeño quiste en el ovario izquierdo que, a falta de más pruebas, podría ser endometriosis, un trastorno en mujeres en edad fértil en que el tejido que cubre el interior del útero crece en el exterior y provoca intensos dolores.

Ruiz recuerda que su reacción fue de incredulidad porque hasta entonces nunca nadie le había ni siquiera insinuado que estuviera enferma y había aprendido a convivir con medicamentos y el dolor hasta el punto, dice, que su umbral para soportarlo es muy alto. También había asumido que uno o dos días al mes se encontraría tan mal que no podría hacer sus planes previstos. El tratamiento de la endometriosis es largo y se hace por vía hormonal, con anticonceptivos, o quirúrgica, para eliminar los nódulos, y en los casos más graves, con una histerectomía (extirpación del útero). La operación de Ruiz consistió en sacar el quiste del ovario, pero el ginecólogo no le explicó ninguno de los efectos potenciales que tenía hacerlo.

Lo peor fue descubrir que la endometriosis podía ser un obstáculo para ser madre, un deseo que quería cumplir más adelante pero que el diagnóstico puso como una de sus prioridades vitales. Sin pareja, se fue a una clínica de reproducción asistida, asustada por el informe ginecológico de que tenía la reserva ovárica y los folículos bajo mínimos. “Me dijeron que lo óptimo era que me quedara embarazada en los siguientes seis meses”, recuerda, pero un contratiempo de salud aconsejó hechar el freno y, en este tiempo, Ruiz se reencontró con un viejo amigo, con la suerte de que al cabo de siete meses se quedó en estado. La primera de las dos hijas de la pareja.

"La mía es una historia que tiene la parte positiva de que la maternidad es posible”, dice, a la vez que se queja de que, a pesar de que tiene una incidencia de entre el 10 y el 15%, la endometriosis es una enfermedad poco investigada con tratamientos con anticonceptivos con un alto coste para el cuerpo de las mujeres. Ahora sus reglas son “solo de ibuprofeno”, afirma, pero sabe que la endometriosis puede reaparecer. Sin dolor menstrual, confiesa que nota más los efectos emocionales, como si antes todo su cuerpo se concentrara en el dolor físico.

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