Semana contra la soledad no deseada

"Publico en las redes para que alguien me pregunte: «¿Estás bien?»"

Cuatro testigos explican cómo combaten el dolor de sentirse aislados sin quererlo

Susana Espinosa, Amor De Baro y Patri Lopez
12 min

BarcelonaUna mujer jubilada, un pequeño empresario, una joven estudiante y una mujer migrante ponen voz a las inquietudes y sentimientos que les ha derribado en el aislamiento social indeseado, pero al mismo tiempo también dan testimonio de cómo se están saliendo adelante.

"He pasado de estar en el pozo a hacer un viaje con una amiga"

Amor de Baro, jubilada

A partir de los 65 años, y más a partir de los 75, la percepción de soledad no deseada se dispara: un 14,5% de la población del primer grupo de edad y un 20% del segundo afirman sentirse poco acompañadas. La muerte de la pareja o la emancipación de sus hijos influyen a la hora de recolocarse en la vida. En la vejez, como en todas las etapas de la vida, las mujeres son las que más malestar emocional sufren, a la vez que son las que tienen mayor capacidad de buscar ayuda y tejer una red social que las ayude. Esto, así como la esperanza de vida más favorable con las mujeres, explica que en las actividades de socialización la mayoría de los participantes sean mujeres, ya sea en una clase de gimnasia, en un club de lectura o en un grupo de apoyo.

Amor de Baro, participando en un grupo de apoyo contra la soledad no deseada de la Obra Social San Juan de Dios.

El grupo que dinamiza Jordi Ramón, enfermero del Parque Sanitario San Juan de Dios, no es una excepción. Entre la veintena de asistentes sólo hay dos hombres. La única regla que se impone es que tras pasar la puerta de entrada "queda prohibido hablar de dramas y hacer comentarios negativos, para que puedan desconectar de la realidad", señala Ramón, convertido en el héroe de todas las participantes.

Una de ellas es Amor de Baro Martín, de 76 años, que no se salta ninguna cita semanal de su terapia particular contra el sentimiento de soledad que arrastra desde hace años. La suya, explica, ha sido una vida complicada, un encadenamiento de disgustos y sustos por los hijos y, por último, la estocada final de quedarse viuda hace unos años. De Baro recuerda que no podía parar de llorar, de sentirse infinitamente triste y recuerda esos tiempos como "vivir en un pozo". La casa le caía encima, y ​​ni las visitas de los hijos y nietos le animaban.

Sin embargo, a pesar del sufrimiento emocional, enseguida tuvo la voluntad de salir adelante sin tener que recurrir a los medicamentos. "Quería estar bien por mí misma", relata. Y así fue a parar a la consulta de Ramón, de quien dice ser su "salvador" porque le ha puesto sobre la ruta de la recuperación emocional.

Un viaje catártico

Tanto es así, que explica orgullosa como hace unos meses, con otra participante de la misma edad, decidieron visitar a Madrid solas. La experiencia del viaje fue más que satisfactoria porque le sirvió para conocer la ciudad y demostrarse que puede "hacer cosas". Ni siquiera, el hecho de que las dos amigas se perdieran y cogieran trenes distintos aguó la felicidad, y lo explicaron como "una anécdota riendo, cuando hace unos meses lo hubieran hecho llorando", apunta Ramón.

A sus 90 años, Maria José vuelve a estar en un momento bajo por una recaída en la depresión que se le desató cuando le detectaron un cáncer de mama, del que se ha recuperado. Pero los ánimos ya no han vuelto a ser los mismos y se mantiene desde hace años en un frágil equilibrio emocional, agravado por el deterioro físico de la edad y pese a que sus dos hijas están muy pendientes. "Siempre pienso por qué debo estar sola, yo no quiero estar sola", se queja, a pesar de que va a un centro de día durante seis horas, tiene una cuidadora profesional para la noche y las hijas se turnan para pasarse cada día un rato por las tardes. "Nos demanda cada vez más y más atención y te hace sentir mal", afirma una de las hijas.

Según Ramón, también la gente mayor con hijos se siente "culpable" por decir que se encuentra sola, pese al calor familiar, hasta el punto que también sufren porque creen que "traicionan a los hijos" expresando su aislamiento y dolor emocional. Por eso, afirma el enfermero, en grupos entre iguales buscan "lazos familiares" y de la asistencia surgen amistades o al menos alguna cita para ir a hacer un café. De Baro explica que también le ha ayudado empezar a pintar, hacer mandalas o colgantes que luce orgullosa

"Creé un grupo de WhatsApp para no sentirme tan sola"

Susana Espinosa, inmigrante peruana

En plena pandemia de la cóvid, encerrada de interna en una casa en la que cuidaba a una persona mayor, la peruana Susana Espinosa abrió un grupo de Whatsapp con un par de compatriotas para no sentirse tan solas. Poco a poco se fueron sumando más y más mujeres hasta llegar al medio millar que les ha obligado a realizar dos para una gestión más ágil. Lo han bautizado como Peruanísimas –aunque hay otras nacionalidades hispanohablantes–. "Como migrante, tu vida es tu mochila y echas de menos que te pregunten cómo estás, y sobre todo un abrazo –reflexiona–. Un beso o sexo es fácil, pero no hay nada más fuerte que un abrazo".

Susana Espinosa es la administradora del grupo Peruanísimas.

Una de cada tres personas migrantes sufre de soledad no deseada. El desarraigo social, cultural, ya veces tener que migrar dejando a sus hijos empuja a un cuadro de sufrimiento emocional. No ayuda tampoco que el aterrizaje en el país de acogida es un camino plagado de racismo, machismo, de dificultades burocráticas, de tener que esperar al menos tres años en situación irregular, de la imposibilidad de trabajar o de ser considerado simplemente "ciudadano", enumera la antropóloga de la Universidad Autónoma de Barcelona Gaby Poblet. Hace dos décadas llegó de Argentina, y más que de soledad, le gusta hablar de la "falta de redes y capital social".

Aunque ella misma ha hecho el proceso migratorio, afirma que quienes han llegado en la última década lo tienen más complicado que ella porque las redes sociales existentes se han debilitado a consecuencia de las tres crisis económicas encadenadas desde el 2008 .En el caso de Espinosa, la familia que se comprometió a acogerla se desdijo dejándola a su suerte. Sin papeles, sólo pudo encadenar trabajos precarios. Durante los tres meses de confinamiento la familia de la mujer que debía cuidar le prohibió salir "ni para respirar" para evitar contagios y bajo la amenaza de echarla y perder el techo y los dinero que necesitaba para enviar a sus hijos y la madre a Perú. Sus amigas se fueron perdiendo por el camino y cada vez se sentía más sola. "Lloraba todos los días pero no podía denunciar al empresario que me acosaba", explica. Desde hace un par de años, tiene permiso de residencia y un trabajo estable, ha conseguido llevar a los dos hijos menores de edad y ahora se centra en que tengan papeles, un paso que también cuesta por los requisitos de la vivienda .

La soledad de la madre

También ha venido su madre, a la que le está costando la adaptación porque aquí no tiene ningún círculo de amistades y se pasa horas sola en casa. "Quisiera volver al país, pero también quiere ayudarme a criar a los hijos ya mí", explica Espinosa, que sufre por los dolores de la fibromialgia. Asegura que todo el proceso migratorio lo ha hecho otra persona y ahora es una persona "más retraída, sin tantas alegrías". Ahora, aparte de cuidar a los hijos adolescentes también debe estar pendiente de la madre.

En trayectorias como la de Espinosa se ha basado Poblet para escribir su ensayo Criadas de la globalización (Editorial Icaria), sobre las vicisitudes de las latinas que trabajan como internas en los cuidados. Señala que este trabajo "es la puerta de entrada al mundo laboral de muchas migrantes", pero admite que la migración no es "homogénea" ni sufre las mismas carencias. "Quizá un hombre paquistaní encuentre quien le haga un préstamo, pero no quien lo cuide si está enfermo, y una mujer latina no tendrá el préstamo, pero sí una mano amiga que la acoja", se explaya.

Peruanísimas es todo esto: hace de panel de anuncios por trabajos, pisos (habitaciones) o de canal para pedir consejos o tener una agenda social de actividades lúdicas. "Somos una red de apoyo, para decirnos a quién tienes un hombro para llorar o alguien para reír", sigue Espinosa. Poblet confirma que se han perdido espacios físicos de socialización, también por el hecho de que entre las internas realizan jornadas maratonianas o viven en barrios aislados e incomunicados. En este sentido, señala que las redes sociales y los grupos de WhatsApp como el de Peruanísimas son la nueva vía para estar en contacto. "La cita previa ha terminado con las colas en los servicios, que es un lugar donde se hacían conocimientos y relaciones", advierte.

"No tengo amigos, sólo compañeros de clase"

Patri López, estudiante

Patri Lopez, sentada en medio de una calle de Olesa de Montserrat.

La pandemia hizo aflorar el sufrimiento emocional de las generaciones más jóvenes, y rompió la imagen compartida hasta entonces que la soledad no deseada era un rasgo de la gente mayor, especialmente de mujeres viudas que viven solas. No es así, los adolescentes y jóvenes son un grupo con alta prevalencia en este malestar, a pesar de la gran cantidad de actos y actividades y las posibilidades técnicas de estar conectados con mucha gente. Es lo que le ha pasado a Patri López, de 20 años, a quien le pase a el instituto la hizo sentirse "muy sola", aunque tiene una familia que le apoya e incluso una buena relación con los compañeros de clase. Pero, subraya que son esto: "Compañeros de clase, no amigos".

López, estudiante de un grado de integración social, es activista de las entidades Abiertamente y Con Experiencia Propia, que trabajan para romper el estigma de la salud mental y también para ser un espejo en el que los que están aislados o sufren emocionalmente vean que no están solos. Hablar ante un pequeño auditorio, no le da miedo ni respeto a esta joven de Olesa de Montserrat pero, en cambio, en su día a día, admite que no se siente parte del conjunto.

Un chat para atraer a jóvenes

En el Teléfono de la Esperanza, una iniciativa que nació hace cinco décadas, tienen contacto las 24 horas de los 365 días del año con el malestar emocional, la soledad no deseada y también con las ideas suicidas, que han aumentado mucho entre los más jóvenes. En la pandemia constataron que los jóvenes no levantaban el teléfono y se plantearon ir a buscarlos con los medios que utilizan. Así inauguraron el chat Obro Feel, donde de forma confidencial y anónima se atiende sobre todo chicos y chicas que no encuentran interlocutores con los que compartir su malestar vital. La "sorpresa", según admite Mireia Anglès, responsable del servicio, fue que entre los jóvenes hay muchos que "convivían en una familia funcional" y tenían amigos, pero que "se sentían huérfanos de ayuda".

Duele oír a López describir su adolescencia –en los años de pandemia– como una época "nada feliz". "No he tenido amigos, un grupo de amigos para ir de fiesta, tomar un café o charlar y casi solo salgo con mi familia", continúa. No es que no le apetezca estar entre iguales, pero afirma que no quiere que nadie piense que está suplicando quedar y, en cierto modo, se autoboicotea: "Antes de que me rechacen, me rechazo yo misma".

Durante una temporada estuvo ingresada en un centro y pidió ir a la psicóloga, un gesto que fue recibido con incomprensión por parte de compañeras, que le decían que no estaba tan mal como para requerir ayuda profesional. Al final, para evitar la etiqueta, el estigma, se opta por no dar explicaciones, y López limitó las relaciones a sus compañeros de clase. Eso sí, sólo "en clase y hablando de temas de la escuela". Fuera prefiere relacionarse abriendo chats en Instagram o TikTok. "Paso el rato y siento que estoy socializando", dice, y afirma que, a diferencia de años atrás, ahora ya no se expone tanto en las redes. "Quizás cuelgo una publicación buscando que alguien me diga «estás bien»? No sé si es para llamar la atención", añade.

En secundaria empezó a sentirse diferente, nada integrada, y recuerda cómo "buscaba la aceptación de los demás" y tomó "el rol de querer agradar a todo el mundo". Pero no encajó y, aunque no sufrió acoso continuado, sí vivió alguna situación desagradable, sobre todo cuando se erigía en "justiciera" ante faltas de respeto hacia alumnos o compañeros. Nunca, ni siquiera cuando era atacada, los profesores salieron a defenderla, una actitud que ahora cree que la perjudicó.

La responsable del chat para jóvenes del Teléfono de la Esperanza explica que parte del éxito es que no deben dejarse ver ni siquiera hablar con los voluntarios que atienden el servicio, y escriben lo que quieren y cuando tienen ganas de hablar de ello. Se crea un "lugar seguro", que no siempre es fácil de tener en la vida física, y también se evitan "el miedo a que se burlen de ellos" cuando se sueltan. Ni el teléfono ni el chat ofrecen terapia, solo un acompañamiento, "escucha activa, contención emocional para intentar empoderarlos para que sepan identificar recursos" que les ayuden a estabilizarse emocionalmente.

López se atreve también a dar un consejo, sobre todo a los maestros y profesores: "Se necesitan actividades cooperativas y evitar que siempre se hagan los mismos grupos, y que el resto te vayan a elegir y seas la última o te quedes sola", apunta.

"Mis padres creían que yo era un vago"

Ignacio, expropietario de una pequeña empresa

El diagnóstico de trastorno bipolar fue para Ignacio (no quiere identificarse con los apellidos) "una salvación" porque finalmente, a sus 39 años, podía poner nombre y entender la angustia que había vivido durante su juventud. Hijo de una familia propietaria de una pequeña empresa, se dedicó a ella en cuerpo y alma hasta dejarse la piel y la salud. "Mi única adicción era el trabajo", dice.

Con todo, su carácter no acababa de encajar en ese contexto y sabía que algún familiar le veía como un "caprichoso, con aires de grandeza", un hombre que "cogía un exceso de responsabilidades" y, lo peor de sin embargo, que en la empresa era visto a menudo como un incompetente. Aquello le derrumbaba, no lo entendía ni lo entendían y se aisló.

Sin saber por qué, había temporadas que se encontraba eufórico y gastaba mucho, pero que como se ganaba bien la vida no levantó sospechas. Después caía en la depresión y se enclaustraba en casa. Así estuvo dos décadas, hasta que finalmente llegó el diagnóstico de trastorno bipolar y, en consecuencia, la explicación del porqué –"era la enfermedad, no caprichos", sostiene– y disponer de un tratamiento para estabilizarlo.

Durante su infancia y adolescencia se recuerda sociable, parte activa del movimiento asociativo de su población, hasta que se produjo el clic. En un momento de mucho trabajo en la empresa familiar se saltó el compromiso previo para hacer de monitor porque asumió que su "obligación" estaba con la empresa. Renunció a la vida social y rompió los lazos de amistades con el único objetivo de centrarse en la empresa. Sin embargo, los padres o el hermano que gestionaba la empresa desconfiaban de su valía, lo que le provocaba aún más dolor. "Mis padres creían que yo era un vago", recuerda.

El caso de Ignacio es bastante habitual. Casi la mitad de las personas que tienen un trastorno mental sufren de soledad indeseada, dos condiciones de las cuales se sabe que existe "una relación bidireccional", señala la psicóloga de la entidad Obertament, Irene Alabau. Por un lado, ese sentimiento de soledad "puede aumentar la probabilidad del desarrollo de algún tipo de problemática de salud mental o también tiene un efecto negativo sobre la autoestima", y por otra, son personas que "experimentan una mayor soledad indeseada", explica l experta.

A Ignacio el rechazo de los suyos hacia su comportamiento le hizo "sentir solo", pero como en los momentos de euforia estaba tan arriba, no se planteó ni acudir a una consulta médica ni pedir ayuda . "Te sientes tan poderoso que si me lo hubiera planteado me veía con corazón comprar la Torre Eiffel para venderla, no había nada que me parara", dice.

El alivio que sintió por el diagnóstico no fue un sentimiento compartido en la familia, en la que ha encontrado cierta incomprensión y desconfianza. Para ellos evita identificarse, aunque desde hace meses ha decidido pasar al activismo contra el estigma mental.

Esta es una de las grandes barreras que aún deben derribarse. El miedo a ser señalado por tener problemas mentales y, sobre todo, concienciar al entorno de que un buen acompañamiento es esencial para la estabilización. Alabau sostiene que la discriminación hacia estas personas se produce en ámbitos diferentes (desde las instituciones a las familias, al trabajo o la escuela), pero también en la socialización, es decir, apartar o aislar a una persona por su enfermedad.

Ignacio se mantiene con pocos amigos, aunque cree que si llamara a los que dejó a la juventud (ahora pasa de los 50 años) estarían dispuestos a tomar un café o verlo. En los diez años posteriores al diagnóstico, también le poseyó el sentimiento de culpa, porque con la baja de larga enfermedad tuvo que dejar de trabajar. Sin embargo, desde hace un par de años afirma que la terapia psicológica le está funcionando y ha aprendido a vivir con sus circunstancias presentes: "Yo trabajo para mí, me dedico a mí", confirma, y ​​añade que han mejorado fuerza sus relaciones familiares. "Siempre he sido una persona que se ha hecho querer".

Tras tres intentos de suicidio, de estar ingresado en un centro y gracias a la terapia y apoyo familiar, ha aprendido a "detectar señales" de su comportamiento para pedir ayuda antes de que se descontrole. "Hablo porque a mí me hubiera gustado encontrar a alguien que me contara su caso para entender qué me pasaba", concluye.

Teléfonos de ayuda para la salud mental

Gratuïts i confidencials

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666 640 665

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