La mujer que se enamoró del lugar más desolado del mundo

Josefina Castellví, pionera de la investigación antártica en España, recibe la Medalla de Oro de la Generalitat

La oceanógrafa Josefina Castellví en casa suya el 2014.
13/09/2021
3 min

¿Qué se necesita para instalar una base científica en el lugar más inhóspito del planeta? ¿Dinero? ¿Una tradición en investigación polar? ¿Experiencia científica en otros lugares remotos y desolados? Seguramente, todo esto y mucho más. Pero la historia de Josefina Castellví (Barcelona, 1935), galardonada con la Medalla de Oro de la Generalitat, demuestra que la ilusión es una fuerza más poderosa que las otras. Y esto no es ninguna buena noticia. Es inevitable que los científicos trabajen con ilusión, pero la investigación no tendría que depender tanto de esta ilusión como de una política sólida y planteada a largo plazo.

Castellví, conocida como Pepita por quienes la han tratado, tuvo que hacer lo imposible para montar la primera base científica española en la Antártida. Después de pasarse veinte años argumentando a las instancias políticas del Estado el interés de tener presencia en el continente helado, Castellví, junto con Antoni Ballester y otros científicos, tuvo que construir una base en tres meses. España había mostrado un interés repentino para entrar en el Tratado Antártico y para hacerlo necesitaba la base. Un contenedor comprado en Finlandia se convirtió en la base Juan Carlos I gracias al empujón de nueve científicos españoles y la ayuda de investigadores polacos. Una vez puesta en marcha en 1988 en la isla Livingston, Ballester sufrió un ictus y Castellví asumió la dirección durante cinco años.

España pasó a tener representación en los foros polares internacionales y a menudo se recibían cartas dirigidas al departamento de relaciones internacionales o de logística antártica. Ninguno de los remitentes, sin embargo, sabía que la infraestructura antártica española estaba formada por una sola persona, Castellví, que trabajaba desde un cuchitril sombrío en el que había tan poco espacio que la impresora y la documentación estaban en el suelo. Esto convertía la preparación de las expediciones en una tarea colosal. Entre la comida y el material logístico y científico, hacía falta un equipaje de dieciocho toneladas que compraba personalmente. Como no disponía de espacio para almacenarlo ni embalarlo, tuvo que alquilar un almacén de manera casi fraudulenta donde preparar el material a escondidas.

Mujer, habilidosa y enamorada de un lugar

A todas estas dificultades se tiene que añadir la de ser mujer, un muro con el que ya había chocado hacía años. Cuando decidió dedicarse a la oceanografía le dijeron que eso era cosa de hombres. Cuando consiguió empezar el doctorado, no la dejaban salir en los barcos que tomaban muestras de agua. Una vez insistió tanto en embarcarse que acabó esgrimiendo que no lo volvería a pedir. La autorizaron y, efectivamente, no lo pidió nunca más: simplemente se embarcó en las expediciones posteriores sin preguntar. Cuando dirigió la base antártica, fue la primera mujer en hacerlo. Además de tener que dormir en el módulo científico para evitar los ronquidos simultáneos de sus once compañeros de base masculinos, que fuera mujer provocó situaciones patéticas. Una vez visitó a un jefe de base chileno y el hombre le dijo que no la podía atender porque había quedado con el director de la base española. Ese director, claro, era ella.

Además de ser una persona organizada, con una gran capacidad de trabajo y de gestión de personas, Castellví también es conocida por su habilidad manual, cosa que la ayudó mucho en la Antártida, donde todos los problemas se tienen que resolver in situ. Una vez, en la base, para celebrar el nacimiento del hijo de un becario, construyó un ángel con matraces, tubos de ensayo y otros materiales de laboratorio.

Castellví se enamoró de la Antártida, de la sociedad igualitaria y juguetona de los pingüinos, de los sonidos graves o agudos que hacen las gotas gordas o pequeñas cuando caen del hielo en un charco turquesa, del tintineo de las colisiones entre los pedazos de hielo que flotan en el mar o del chisporroteo de las burbujas de aire cuando se escapan del hielo. Todavía ve el continente helado como un ensayo de la naturaleza que ha producido una gran belleza con muy pocos ingredientes.

La última vez que estuvo ahí, en 2013, paseó por los restos de las bases en la isla Decepción, destruidas por una erupción volcánica en 1967 en una prueba de que la obra del hombre se marchita indefectiblemente si no admite una abstracción en forma de ciencia, arte o legado intelectual. La inmensa mayoría de cosas que ha hecho Pepita no solo lo admiten sino que son directamente alguna de estas abstracciones. No se marchitarán, pues. Permanecerán como el hielo en un mundo sin cambio climático.

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