¿Cae 'Adolescencia' en el mismo mal sobre el que alerta?
La serie quiere entroncar con la tradición del uso del plano secuencia en el realismo social, no sólo británico

'Adolescencia'
- Creada por Jack Thorne y Stephen Graham
- En emisión en Netflix
Ha habido pocas presentaciones en pantalla más impactantes que la de Tim Roth, cuando debutó en la producción televisiva Made in Britain (1982), de Alan Clarke. El filme arranca con un primer plano del actor, que lleva una esvástica pintada en la frente y esgrime una mirada desafiante mientras avanza hacia el tribunal donde será juzgado por una agresión racista. La cámara le sigue en un plano secuencia puntuado por un tema punk que le inyecta una agresividad insoslayable en la escena. Made in Britain forma parte de la tradición de un modelo de televisión británica que convirtió el audiovisual en un territorio de confrontación de los conflictos sociales del país, tradición de la que forman parte de Ken Loach a Andrea Arnold, y también Clarke, quizás el más atrevido de todos.
En Made in Britain ya se plasmaba la tendencia de algunos menores británicos a abrazar la violencia ultra como respuesta a un descontento generalizado. El filme no intentaba justificar al protagonista, pero dejaba claro que el sistema agravaba, más que solucionaba, la situación. Made in Britain supuso el filme en el que Clarke descubría el potencial de la steadicam para elaborar planos secuencia, una maestría que llevaría a la máxima expresión Elephant (1989), su visión sobre los Troubles en Irlanda. La aparición de la steadicam a mediados de los años setenta incrementó el recurso del plano secuencia, pero también varió, en parte, su significación original: la del compromiso con una representación no manipulada de la realidad, tal y como defendía el teórico André Bazin.
La serie Adolescencia ha reactivado la conversación en torno al plano secuencia único como recurso estrella de la puesta en escena. Al adoptarlo, los responsables de la serie quieren inscribirse tanto en esa tradición social de la televisión británica como en la concepción baziniana que identifica este recurso como el más fidedigno en la experiencia del mundo real. Todo esto para poner en el centro del debate uno de esos problemas conocidos, pero poco discutidos: la pérdida de control, por parte de los adultos, de los menores intoxicados por los discursos que naturalizan la violencia contra las mujeres. Adolescencia no ha surgido de la BBC ni de Channel4 sino de Netflix, donde ha logrado singularizarse en buena parte gracias a esta opción técnica, que se ha convertido en un reclamo de lo más efectivo. Los creadores tenían claro que el plano secuencia único también arrastra hoy en día un aura de prestigio, una demostración de virtuosismo que certificaría la calidad el producto.
La cuestión es que, vista la serie, los planos secuencia en los que se desarrollan cada uno de los cuatro episodios no resultan unos agentes tan diferenciadores como esperábamos de las puestas en escena sin un propósito significante habitual en Netflix. El movimiento de cámara continuo ayuda a mantener atenta a la audiencia, y a menudo se pone la coreografía de los eventos al servicio de la realización, y no al contrario. Pese a la innegable vocación realista de Adolescencia, su estrategia principal responde al exhibicionismo más que a la transparencia. No solo el del director, también al exhibicionismo de los intérpretes, sobre todo el de un Stephen Graham que se reserva el lucimiento final de la función. Aquí es donde se tambalea más la propuesta: Adolescencia es la enésima narrativa en la que matan a una mujer, y otro menor es el asesino, pero la víctima a la que debemos compadecer es un hombre adulto. Quizás la serie acaba cayendo en el mismo error sobre el que alarma: no prestar suficiente atención a esa adolescencia que se supone que tanto nos preocupa.