Feminismo

Amanda Mauri: "Una parte de mí se quedó en esa carretera"

Autora del ensayo 'Museo de las absentes'

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Amanda Mauri, autora del libro 'Museo de las ausentes', esta semana en Barcelona.

BarcelonaCuando tenía 18 años y viajaba con unos amigos por la isla de Naxos, Amanda Mauri (Barcelona, ​​1995) se quedó sola, sin cobertura, en un cruce de caminos en medio de la nada, porque se les acabó la gasolina de la moto. Estaba esperando a que volviera un amigo cuando pasó un coche con dos chicos jóvenes, que la repasaron. Ella fue consciente de la situación. En cuestión de minutos volvió ese coche oscuro y salieron varios hombres. Reían y hablaban entre ellos, uno blandía un bate de béisbol. Diez años después, Mauri vuelve metafóricamente al mismo sitio a través del ensayo Museo de las absentes (Paidós, 2024) en el que, de la mano de teóricas feministas y víctimas de violencia (de Siri Husdvet a Ana Mendieta, de Maggie Nelson a Marielle Franco), analiza la violencia sexual, el miedo y el luto, y cómo puede convertirse en una herramienta política y colectiva. En este tiempo, Mauri ha vivido en Inglaterra y se ha licenciado en historia, historia del arte y estudios de género, y hoy vive en Barcelona como articulista y dirigiendo proyectos artísticos híbridos, que entrecruzan pensamiento, arte y escritura, al igual que hace su libro de debut.

Museo de las absentes comienza con un hecho traumático que viviste a los 18 años, sola, en un bosque de Grecia. Es elocuente que, sólo con decir esto, la mente del lector ya se imagine violencia.

— Me interesaba el hecho de que, aunque la violencia no culminó, yo sí la reconocí. Y ese reconocimiento instantáneo de lo que pasaría, del guión que seguiría mi vida en ese momento, es lo que me hizo pensar que de alguna manera, aunque no seamos víctimas consumadas, hay una suerte de aprendizaje, una suerte de herencia que nos orienta hacia la violencia.

¿Qué te salvó? ¿Y por qué vuelves?

— Recuerdo como una especie de escisión psíquica: por un lado, era un cuerpo, y, por otro, era como "Sale de aquí, sale de aquí". Y yo, sin saber demasiado cómo, conseguí recular, gritar hacia el bosque como si hablara con mi amigo, que no estaba allí, y anduve y anduve hasta empezar a correr y correr. Pero una parte de mí se quedó en esa carretera. Y esto determina por qué he de volver: porque nunca terminé de entender por qué no pasó lo que tenía que pasar y qué supuso todo ese sufrimiento y ese miedo.

No sólo nos marcan los hechos que ocurrieron sino los que habrían podido ocurrir, porque se quedan como proyecciones en la imaginación. Me has hecho recordar que yo también he vivido momento así, de arrancar a correr de miedo. Cuando hablamos con las amigas de los atajos que cogíamos para ir a la discoteca, nos decimos "Qué inconscientes éramos". Las mujeres nos reconocemos en el miedo a ser agredidas.

— Sí, y da un poco la idea de hasta qué punto es algo aprendido socialmente. Cuando eres adolescente tienes este tipo de inconsciencia, pero cuanto más sales de tu zona de confort más te expones y vas viendo cómo te ven los demás, te das cuenta de cosas que estuvieron a punto de pasar o que pasaron a otros y reemplazas la inconsciencia con una realidad muy tangible de lo que ocurre, y encima reforzada por las narrativas que nos rodean en las que la violencia imaginada acaba cogiendo más peso.

Hay una gran atracción y morbo por el sufrimiento femenino, fetichizada con objetos como el bate de béisbol o el palo de escoba. ¿Es el motivo del éxito de los true crime?

— Me interesa cómo se consume la representación de la violencia sexual dependiendo del género. Yo creo que en el caso de las escritoras de crímenes o espectadoras de true crime hay un punto de exorcismo psíquico de todos los miedos, de ver qué es lo peor que podría ocurrirme. Giras la tortilla: eres espectadora en vez de víctima. También es una forma de irnos inoculando un antídoto contra ese veneno. Este tipo de representaciones culturales tan excesivas de la violencia pueden tener un punto de fascinación porque es excitante darle imagen a algo que era espantoso precisamente porque no lo tenía.

Todo comienza con un "¡Será niña!" y, desde el vientre de la madre, se proyectan sobre esa niña los posibles peligros que le conlleva su género. ¿Hasta qué punto esa idea es determinista?

— Este "Es una niña!" inaugural sí determina mucho cómo nos verán, pero también creo que una de las condiciones del género es que es plástico y que, por tanto, siempre se puede cambiar. Uno de los corazones del libro es ver que el género y las estructuras de la violencia son entramados de historias y que hay mucho poder al intentar reescribir estas narrativas, porque los significados pueden cambiar y los finales también. Convertirnos en autoras nos permite dejar de ser víctimas.

Escribes: "El feminismo es una casa de muertas". Es una paradoja que el asesinato, la violencia, los insultos, las fuerzas que pretenden hacer desaparecer a las mujeres, en realidad sirvan para fundamentar su sensación de colectivo. También es trágico, pensar que la sororidad está rejuntada con la violencia y el miedo.

— Se trata de darle la vuelta a los significados. Nos rodea la violencia, y declararnos invulnerables a la violencia no nos sacará de que estamos sistemáticamente expuestas a la posibilidad de morir por estructuras políticas. Pero en vez de negar el miedo y la pérdida, podemos convertirlas en una base para reconocernos. Si caminas sola de noche tienes una empatía visceral con la otra mujer que también está sola caminando por la misma calle y sabes cómo actuar, sin hablaros. Si sabemos que somos dos tenemos mayor seguridad. Creo que es una buena metáfora para hablar de cómo este duelo puede contribuir a una comunidad feminista que nos permita sentirnos más fuertes y más numerosas.

Propones convertir el duelo en militancia. ¿Eso cómo se hace?

— El duelo es productivo, es una forma de crear significado donde no hay nada. A mí sí me sirve imaginarme el feminismo como una casa de muertas, donde las muertas no son enemigos, ni nos dan miedo, ni son la resignación a nuestra propia muerte, sino que son una compañía que nos permite ver el mundo de otro modo: estamos rodeadas de peligros, pero tenemos una conciencia de que nos puede darles la vuelta a estos peligros.

El tema del consentimiento entronca con todo esto. Teniendo en cuenta que la violencia contra la mujer siempre es potencial, y más en la intimidad, ¿hasta qué punto puede garantizarse un marco de seguridad sexual que a la vez deje lugar a la expresión irracional del deseo?

— De entrada, todos los cuerpos estamos expuestos a la violencia. En las relaciones de tanta intimidad como en el sexo, se deshacen muchas de las mamparas de seguridad que nos ponemos. No podemos decir que en estos momentos de tanta cercanía estemos intactos, hay algo que se destruye y es precioso. El problema es cuando en este destruirse con otro existe un nivel de desigualdad, una violencia que ya es más política, relaciones jerárquicas y de dominio, de sumisión. El dilema entre seguridad y libertad creo que nunca queda del todo resuelto y quizás es que no están tan alejadas una de otra. Yo le doy mucho valor político a la libertad del deseo propio, porque también te hace más fuerte y segura.

Cuentas que en el Instituto de Género de la London School of Economics, donde estudiaste, había un tapiz que decía "La teoría salva vidas". ¿Tú confías?

— Me parece una frase muy poética, pero tengo que cuestionarla y la retuerzo. Pero creo que sí, tengo fe en esta frase, en el sentido de que al final todo son historias que heredamos y nos vamos contando, y aprender a reescribir las historias salva vidas.

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