El progreso económico ha ido acompañado de una reducción significativa de la jornada laboral. Durante las primeras etapas de la industrialización, las horas que se trabajaban normalmente rondaban entre las doce y las dieciséis al día, seis días a la semana. Los movimientos obreros del siglo XIX, en su lucha por mejorar las condiciones laborales, consiguieron los primeros avances para limitar las largas jornadas en las fábricas. Y a principios del siglo XX, el empuje para reducir las horas de trabajo ganó un nuevo impulso.
En 1919, la Organización Internacional del Trabajo estableció por ley la semana laboral de 48 horas. Tras la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento económico y las mejoras en la productividad permitieron la negociación de jornadas más cortas, y muchos países europeos adoptaron la semana de 40 horas. A finales del siglo XX y principios del siglo XXI, algunos países experimentaron con jornadas laborales aún más cortas, como Francia, con la introducción de la jornada de 35 horas semanales en el año 2000.
Actualmente, en Europa se trabaja de media 36,1 horas a la semana, aunque existen diferencias importantes entre países. Las jornadas más largas las encontramos en Grecia (39,8 horas semanales), Rumanía (39,5), Polonia (39,3) y Bulgaria (39). En el otro extremo se encuentran Países Bajos (32 horas semanales), Austria (33,6), Noruega (33,9), Alemania (34) y Dinamarca (34,3). España se situaría en una posición intermedia, puesto que, de media, se trabajan 36,4 horas semanales. Así pues, estos datos publicados recientemente por Eurostat también sugieren una correlación positiva entre desarrollo económico y jornadas laborales cortas, ya que precisamente es en las economías más avanzadas del norte de Europa donde se trabajan menos horas. Ante esta evidencia, parece que la propuesta de la ministra de Trabajo de reducir la jornada promovería el acercamiento del mercado laboral español al de las economías más avanzadas.
Uno de los principales argumentos para defender la reducción de jornada laboral es que facilitaría la conciliación entre la vida personal y la profesional. De hecho, Claudia Goldin, premio Nobel de Economía de 2023, advierte que las rigideces en la organización del trabajo explican gran parte de la persistencia de la brecha de género en el mercado laboral de hoy. En su publicación A gran gender convergence: its last chapter [Una gran convergencia de género: el último capítulo], Goldin distingue entre los trabajos que permiten conciliar y los que no, que llama greedy jobs (trabajos codiciosos).
Las primeras, ocupadas mayoritariamente por mujeres, permiten ajustar las obligaciones laborales a las responsabilidades familiares y se caracterizan por tener salarios bajos. Las segundas, las codiciosas, las ocupan mayoritariamente hombres, con gran flexibilidad para ajustarse a las demandas y horarios de clientes y empresarios. Los trabajos codiciosos asociados a horarios imprevisibles están mejor pagados. La segregación de género entre trabajos que permiten ser un on-call employee (trabajador de guardia) y uno on-call pariente (padre o madre de guardia) es lo que, según Goldin, ha dañado la convergencia de género en las últimas décadas. Por tanto, la reducción de la jornada laboral podría favorecer la igualdad de género en el mercado de trabajo.
Otros motivos para defender esta reforma es el incremento en el bienestar físico y mental de los trabajadores. El modelo neoclásico de oferta de trabajo predice que con el mismo salario, una reducción de la jornada laboral –equivalente a más tiempo libre–, aumenta el nivel de satisfacción de los trabajadores. De hecho, la poca evidencia empírica sobre los efectos de las jornadas laborales más cortas apunta a mejoras significativas en el bienestar.
Sin embargo, para que la propuesta de trabajar menos y cobrar lo mismo sea viable económicamente es necesario aumentar la productividad por hora. En un contexto como el actual, no debería ser difícil encontrar complementariedades entre trabajadores y nuevas tecnologías, como por ejemplo la inteligencia artificial, que hicieran que las horas trabajadas aportaran mayor valor a la economía. Otras medidas para mejorar la productividad serían adoptar sistemas retributivos que valoraran la consecución de objetivos y no el tiempo que tardas en conseguirlos –es decir, las horas trabajadas–, así como eliminar la importancia del presencialismo y fomentar el teletrabajo o la flexibilidad horaria, que también podrían contribuir a reducir las jornadas laborales a un coste bajo.