Souvenirs y funerales de soldados en Kiev
Un año después del inicio de la invasión, los vecinos de la capital ucraniana luchan para vivir con normalidad a pesar de que la guerra persiste
KievLa idea puede parecer absurda: una tienda de souvenirs en una ciudad en guerra. ¿Quién quiere ir de vacaciones a un país donde caen bombas? Pero al lado de la icónica plaza del Maidan, en el centro de Kiev, hay un local que desafía la lógica. “Folkmart: souvenirs and gifts”, se lee en el escaparate, muy iluminado. Entro. La tienda es grande –tiene dos plantas–, suena música animada de fondo y hay tres dependientas trabajando. Al principio no hay ningún cliente, después entrará uno. Más allá de los productos habituales –empezando por las típicas tazas "I love Kyiv"–, hay otros souvenirs más interesantes. Es el merchandising de la guerra, que se ha fabricado en el último año y que desprende nacionalismo y orgullo ucraniano ante el ataque de Rusia. Veo imitaciones de la simbólica sudadera de Volodímir Zelenski por poco más de veinte euros. También bolsas y cojines con la cara del presidente y la frase “Gloria a Ucrania, gloria a los héroes”. Las pegatinas e imanes que representan todo tipo de armamento –incluso los misiles norteamericanos Himars, que han sido claves contra la artillería rusa– son más baratos. Paso por caja y pago con tarjeta de crédito dos productos que me llevaré a Barcelona. La cajera, una mujer estilosa de unos 40 años, me pregunta si no quiero comprar también uno de los artículos estrella: un pin dorado del escudo del ejército ucraniano.
Probablemente, esta tienda de souvenirs es un buen resumen de en qué se ha convertido la capital ucraniana después de un año de guerra. La vida ha vuelto progresivamente a las calles de Kiev, ahora alejada del frente, y la población lucha para recuperar una cierta normalidad. Hay que fijarse en que el verbo luchar no es aleatorio: recuperar sus vidas es para muchos un acto de resistencia contra la ofensiva del Kremlin. El simbolismo de una tienda de souvenirs en una ciudad sin turistas –desaparecieron todos cuando Vladímir Putin decidió invadir Ucrania– es importante.
También lo es que los estantes de los supermercados estén llenos y tengan de todo, incluido champán francés o vinos españoles. O que la gente vaya un viernes por la tarde a la ópera y ovacione durante minutos a los artistas una vez acabada la función. O que en el sótano de un pub céntrico –que nunca ha cerrado desde que empezó la invasión gracias a la benevolencia de los soldados que iban ahí a beber–, dos chicas y dos chicos que se acaban de conocer estén ligando mientras bailan salsa apasionadamente. “Allí fueron los bomberos con sus campanas, sus sirenas. ¡Ay, mamá! ¿Qué pasó? ¡Ay, mamá! ¿Qué pasó?”, suena. En el escenario, detrás de los músicos, una bandera ucraniana enorme como fondo. Tendrán que marcharse antes de las once de la noche, que es cuando empieza el toque de queda. Cuando salgan, verán que afuera nieva.
No solo pasa en esta. En todas las guerras, la gente tiene que continuar viviendo. Evidentemente, la situación actual de Kiev lo hace más fácil y, por lo tanto, no es comparable a la de las ciudades y poblaciones que continúan cerca del frente, en el este y sur ucraniano, donde cada día muere un número indeterminado –pero dolorosamente alto– de jovencísimos soldados.
A finales de marzo del 2022, y por lo tanto pocas semanas después del inicio de la invasión, Moscú anunció que retiraba las tropas del norte de Ucrania ante la imposibilidad de avanzar hacia la capital, el gran objetivo de la supuesta ofensiva relámpago que Putin había imaginado y que la resistencia ucraniana –con el apoyo de los aliados occidentales– frustró muy pronto. Desde entonces, la actividad militar alrededor de Kiev se ha reducido considerablemente: ya no hay ni combates cerca ni la amenaza del fuego de artillería, pero de vez en cuando Rusia recuerda que la guerra persiste lanzando misiles que, sobre todo, golpean infraestructuras energéticas y que castigan con frío y oscuridad a los habitantes de la capital.
La alarma antiaérea, ese sonido mecánico y empalagoso que a los que no habíamos pisado nunca una guerra de esta magnitud nos transporta a las películas de la Segunda Guerra Mundial, suena casi cada día. Durante los primeros momentos de la invasión, al oírla, la gente corría hacia un refugio, que a menudo era la estación de metro. Ahora nadie se inmuta. La vida continúa y, al menos en Kiev, los niños tienen que ir a la escuela, los padres a trabajar y un repartidor de Glovo, que ahora mismo cruza en bicicleta la plaza de Maidan, tiene un pedido que entregar.
Pero no hay que ser ingenuo. Que Kiev haya recuperado cierta normalidad no quiere decir que la guerra no sea visible en casi todas las actividades del día a día. Lo veo en la cola del supermercado. La cajera no habla inglés y un chico de unos veinte-y-pocos años se presta a hacer de traductor. Cuando acaba me pregunta de dónde vengo. “De Barcelona”, le respondo. Él me dice que es de aquí y que es soldado. Para demostrármelo se levanta un momento la camiseta y me enseña una cicatriz tierna que tiene en la barriga. “Me hirieron, y por eso estoy en Kiev unos días. Después tengo que volver al frente [a Lugansk, en el Donbás]”, se explica. Al lado, y cogida de su mano, hay una chica que intuyo que es su pareja. Sonríe. Han comprado dos coca-colas y un ramo de tulipanes. Antes de marcharse: “Slava Ukraini!” (Gloria a Ucrania), el grito de los combatientes ucranianos que ya se utilizaba durante la Guerra de la Independencia (1917-1921) y que ahora, convertido en un símbolo, ocupa un espacio privilegiado en la mayoría de edificios públicos pero también en restaurantes, tiendas y balcones.
Los funerales, termómetro del frente
Junto al lujoso Hotel Intercontinental y uno de los casinos de Kiev –en funcionamiento– están la catedral y el monasterio dedicados al arcángel Miguel, patrón de la ciudad. Se lo representa siempre con armadura, amenazando con una lanza o una espada, porque es el capitán de los ejércitos de Dios. Son las diez de la mañana y, a las puertas del templo, cerca de un centenar de personas y soldados esperan la llegada de una furgoneta. Adentro está el cadáver de un militar que murió hace unos días en el frente defendiendo la ciudad de Bakhmut, en el Donbás, donde se está produciendo una de las batallas más sangrientas de la guerra.
Tenía 30 años y hace uno, antes de la invasión, se ganaba bien la vida trabajando en una empresa en Kiev. Compañeros suyos del frente han venido expresamente, y después volverán a los combates. Muchos fuman nerviosos. También hay jóvenes vestidos de civiles que, probablemente, eran amigos de la víctima. Casi todo el mundo lleva un ramo de claveles rojos. La misa se hace en el interior de la catedral, entre llantos, gritos y música solemne. El sacerdote bendice constantemente el féretro. La tapa del ataúd, cubierto con una bandera ucraniana, no se abrirá durante toda la ceremonia. Normalmente, cuando esto pasa, es porque el cuerpo ha quedado especialmente malogrado. La luz tenue –y triste– que se desprende de las velas dibuja una postal que, de nuevo, evoca películas bélicas de épocas pasadas. Pero estamos en Europa y es 2023.
Inmediatamente cuando acaba la misa, un coche nos lleva a Zhornivka, una localidad a pocos kilómetros de la capital. Es jueves 16 de febrero y el pueblo, de solo 800 habitantes, ha organizado otro funeral para enterrar a otro joven que el lunes murió en Lugansk por culpa de la metralla. En los últimos días, los entierros alrededor de Kiev se han incrementado, señal de que, coincidiendo con el primer aniversario del inicio de la invasión, las batallas en el frente se han intensificado.
La escena que me encuentro en Zhornivka impresiona especialmente: prácticamente todo el pueblo se ha reunido en la iglesia para despedir elasoldado, que se llamaba Konstantin y que dejará huérfano de padre a un niño de cinco años. Un grupo de niños hacen ondear banderas ucranianas formando un pasillo para acompañar la entrada del féretro, mientras la banda militar pone música y las campanas tocan insistentemente a muerto. Los vecinos lloran, también los soldados venidos del frente. Pero quien más llora es la madre del joven, que no encuentra consuelo mientras ve pasar el rostro inerte de su hijo, que descansa, vestido de militar, en el interior del ataúd. Mientras alguien habla y dice que esta está siendo una semana negra para los pueblos de la zona y que todas estas muertes no tienen que ser en vano, un grupo de soldados entrega a la familia una bandera ucraniana en señal de honor. La madre directamente se desmaya, y sus gritos se apagan momentáneamente. Y esto también es la guerra: una madre desmayándose mientras entierra a su hijo que el viernes tenía que cumplir 30 años.