Líbia: una década esperando al gobierno más inútil

El país podría haber llegado a ser un lugar de sueño, pero es solo un inmenso cadáver en descomposición

Karlos Zurutuza
5 min
Un hombre con la bandera de Libia  durante una bombardeo cerca de la ciudad de Raso Lanuf, el marzo del 2011

San Sebastián“Hola, Wail. ¿Cómo vais por Trípoli?” “Pues ya te lo puedes imaginar: Trípoli”. Son años arrancando así una conversación por teléfono y la respuesta es siempre tan previsible como elocuente. Cuando se cumple una década de la guerra mas televisada de la historia, Trípoli continúa siendo sinónimo de cortes de agua o de luz, de combates entre milicias rivales, de bombardeos indiscriminados sobre la población civil o de secuestros de migrantes por quien nadie nunca preguntará. Volveremos a Wail después de rebobinar hasta el año “cero”. 2011, diez años después del 11-S y veinte después de la disolución de la URSS, empezaba con un terremoto que sacudió los fundamentos de esta región que llamamos MENA (el Próximo Oriente y el norte de África) y todavía hoy se sienten sus secuelas. En Libia había una guerra que cerramos con el plan del brutal linchamiento de Gaddafi. Lo que vino después eran los chispazos de un cortocircuito del que nunca nos hemos preocupado mucho: aquí el consulado americano quemando en Bengasi (cuando mataron al embajador), allá el aeropuerto de Trípoli quemando en 2014, y más allá la capital del califato libio quemando en 2016. También había gente, mucha, muriendo en el mar al intentar llegar a esta orilla.  

Se podía haber hecho mucho más, y mejor. Dos gobiernos se disputan el poder en Libia desde 2014: el uno en Trípoli, que cuenta con el apoyo de la ONU, y el otro en Tubruq, al este del país. Hablando de la ONU, fue el otoño de 2015 cuando unos correos electrónicos filtrados al diario británico The Guardian revelaron que Bernardino León, enviado de las Naciones Unidas para Libia, ejercía su tarea de mediador escorado hacia el gobierno del este (el que no tiene el apoyo de la ONU, lo han leído bien). En uno de aquellos mensajes, León detallaba al ministro de Exteriores de los Emiratos Árabes Unidos una estrategia que “deslegitimaría por completo” el gobierno de Trípoli. En otro, el malagueño mostraba su preocupación sobre cómo ocultar el hecho que sus patrocinadores estuvieran enviando armas a Libia, en clara violación del embargo de armas de las Naciones Unidas. Lejos de contribuir a una solución, la ONU contribuyó a enrocar todavía más las posiciones. Después del Leongate, el diplomático renunció a su cargo y voló a Dubai el noviembre de 2015, donde pasó a cobrar mil euros diarios como director de la Academia Diplomática de los Emiratos. El silencio cómplice de gran parte de la prensa internacional, unido al ensordecedor eco mediático del atentado de París de noviembre de 2015, ayudó a extender un velo. La ONU prometió una investigación que nunca llegó a ver la luz.

Dos gobiernos

El marzo de 2016 desembarcó, literalmente, el ejecutivo de Fayez al-Sarraj en una base naval de Trípoli. La ONU apostó entonces por un gobierno levantado sin el aval de los libios, cosa que no impidió que fuera reconocido como “el único ejecutivo legítimo” del país. Su presencia física en Trípoli solo fue posible gracias a una red de milicias que incluyen notorios elementos islamistas. El gobierno del este también cuenta con su propio Parlamento, a pesar de que las decisiones caigan a las espaldas de Khalifa Haftar, el autoproclamado “mariscal”. Antiguo miembro de la cúpula que impulsó Gaddafi en el poder, Haftar fue reclutado por la CIA para convertirse en su principal opositor desde su exilio en Virginia (tiene la ciudadanía norteamericana). Hoy es el caudillo del este y de una especie de milicias que mantienen fuertes vínculos con la hidra salafista del jeque saudí Rabi al-Madkhali.

Un póster roto con la fotografía de Muamar Gadafi, en Sirte, en octubre de 2011

Y no nos olvidamos del tejido tribal libio. Después de la fractura de 2014, las tribus antes leales a Gaddafi se pusieron bajo el paraguas del gobierno del este, que tiene el apoyo, entre otros, de Francia, Rusia, Arabia Saudita, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos. Por su parte, Trípoli cuenta con Turquía y Qatar como aliados más sólidos. Después de un lustro en que la balanza no se inclinaba hacia ninguno de los dos ejecutivos (el Estado Islámico estuvo presente durante este periodo de tiempo, con su capital en Sirte), Haftar lanzó una brutal ofensiva sobre Trípoli en abril de 2019 con cobertura aérea y logística de los Emiratos Árabes Unidos. El avance fue muy rápido y los bombardeos sobre la población civil demasiado indiscriminados. Europa quería pedir a Haftar que reculara, pero Francia lo impidió haciendo una gira por las capitales europeas y activando todas las herramientas diplomáticas disponibles. Fue fácil, principalmente porque las elecciones parlamentarias de la Unión Europea (el mayo de 2019) llenaron Bruselas de políticos que comparten la visión de Emmanuel Macron sobre Libia, entre los que están Josep Borrell, el Alto Representante de la UE para los Asuntos Exteriores. El blitzkrieg del mariscal solo se deshinchó cuando la tecnología militar turca dejó los drones de los Emiratos en tierra.

Una solución insuficiente

El último intento de encaminar la situación llega ahora de la mano de la Misión de las Naciones Unidas en Libia (UNSMIL). El organismo convocó las partes beligerantes libias en Túnez el noviembre pasado en el llamado Foro del Diálogo Político Libio: 75 representantes de los dos ejecutivos firmaron una hoja de ruta que pasaba por la redacción de una Constitución, unas elecciones en diciembre de este año y la división administrativa del país en tres regiones: Trípoli (oeste), Cirenaica (este) y Fezzan (suroeste). Lo cierto es que ya existe una división física entre el este y el oeste, unas especie de Cortina de Hierro, con sus trincheras y alambradas, que se extiende desde Sirte, en el centro del país, hasta la inhóspita Jufra, en medio del desierto libio. Sin embargo, no hay suficiente.  

Volvemos con Wail, el tripolitano que mencionábamos al principio. Es miembro del Consejo Supremo Amazigh y queríamos saber su posición sobre todo esto: “Ninguna de las minorías del país (amaziga, tubu y tuareg) tiene posibilidades reales de representación ante la mayoría árabe, por lo que no permitiremos ni una sola urna en nuestra región”, decía Wail. También piden una cuarta región al noroeste, donde los bereberes son mayoría.  

Todo parece demasiado complicado, pero podría ser muchísimo más sencillo. Libia tiene las reservas de petróleo más grandes de África, además de agua fósil y enormes recursos minerales. Está muy cerca de Europa, cuenta con un potencial turístico enorme y también con una red de puertos con la que muchos soñarían. Con una población que apenas roza los seis millones, descubrimos un país que, si se le deja en paz, podría gobernar con éxito incluso el más inútil. Pero no se le deja.

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