Quieras o no, si la pared gana espesor, protege más. Estos días he estado montando una cerradura entera de pared de estanterías para ordenar la biblioteca y añadir los libros que han venido en los últimos tiempos, quién sabe de dónde, ni cómo, ni a veces por qué. Los he ido acogiendo pero han tenido que esperar amontonados y en condiciones de salubridad precarias.
Reorganizar la biblioteca no es fácil, ni rápido, no es poco hacer mover a los griegos del Ática, desplazar el Imperio Romano y movilizar a Austria-Hungría, liberar a la Rusia zarista y reubicar la Florencia del Renacimiento. Se debe tener visión geoestratégica y tomar decisiones delicadas, que afectan a conocidos de toda la vida. ¿Dónde coloco a los amigos, respecto de los maestros? ¿Dónde pongo los amores respecto a los amantes? ¿Y los sospechos, respecto a los enemigos? Digámoslo todo: es tentador ajustar cuentas, hacer interrogatorios, cazas de brujas y purgas.
Cada lomo puesto es una columna pequeña, una vértebra del esqueleto. Como piezas de dominó derechas, un libro tumba al otro y, cayendo, hacen dibujos.
Una casa con biblioteca es una casa con un cerebro más. Hay tantas bibliotecas distintas como cerebros. En lugar de ocupar espacio, la biblioteca crea. Ordena. Aquí me siento envuelto por los libros, como por pájaros o flores en las ramas de estantería. También, dentro de las páginas, las letras están quietas y ordenadas en la estantería de cada raya.
Mis huéspedes hacen una lluvia fértil y quieta frente a la pared, una cortina, un guirigay de voces de todos los tiempos y acentos que cuando tienen el día se convierten en una coral armónica y deliciosa, la música de las esferas de un universo que se expande como hacen los universos, y en donde las estrellas son las letras y las letras los átomos de pensamiento, galaxias luminosas de sinapsis. Tapan los muros, los transforman en puertas. Como el universo, la lectura es lenta, pero conocimientos y lagunas acaban encajando por sedimentación, como rompecabezas de un dios que puede conservarte la razón o puede hacerte parar loco.
Tengo un butaco y una mesita justo al lado de una ventana baja. La luz natural se me pone en la falda. Como si estuviera sentado en el sillón de un tren y poco a poco el vagón-biblioteca se moviera, no es la gente de la calle, que se mueve con sus gritos, escudos y cascos con cuernos, sino yo mismo, muy despacio a poco, en ese transatlántico. El cuerpo forma ya parte de una estantería, ya se ha vuelto un libro más. Vuelvo a echar un vistazo a la calle, a la gente que pasa. Ellos no me ven, pero en cambio yo los veo, gracias a los libros, me parece.