Amor y pimienta

El día que se casaron él tenía 74 años, ella 72 y toda una vida por delante

Fueron cuatro años recibidos como premio; un comienzo de todo, un descubrimiento. Sólo cuatro años, pero Paquita y él vivieron con plenitud aquella vida juntos

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Melindros y crema.

Barcelona«Siempre me acordaré de lo que viví con Joan. Él fue, después de mis hijas, el premio que la vida me dio».

Lo dice emocionada. Con la foto enmarcada de un Juan socarrón sobre la mesa del comedor que mira de vez en cuando y acaricia con los dedos delicados. «Al principio que no estuviera, a la hora de comer, lo ponía aquí y le contaba cosas. De hecho, hablo cada día y lo añoro cada minuto. Hace once años que murió y por mí está más vivo que nunca porque lo pienso y lo digo y lo recuerdo y tengo su sonrisa en todas las habitaciones».

Me las enseña todas pero me quedo con una del día de su boda. Él le abraza por la cintura, ella está de espaldas al objetivo fotográfico. Es una imagen divertida, alegre. Ella no tiene los pies en el suelo, literalmente; tiene una pierna altura atrás, haciendo una curva. Parece que vayan a caer en cualquier momento pero la fotografía es la captura de un momento, el instante único, atrapado, inmovilizado. No caerán. Hace tiempo que han aprendido a sostenerse, a volar. He aquí la estampa de felicidad absoluta.

Paquita y Joan sólo eran unos niños cuando se conocieron. Las respectivas familias vivían en Sants, se conocían del barrio, y coincidían cada día en la iglesia. Paquita recuerda cuando iba a comulgar y él, que hacía de monaguillo, le tocaba con la patena la barbilla, nada disimuladamente. Sonríe traviesa cuando lo explica. Cuando ella tenía catorce años y él dos más, Juan le pidió salir. Pero ella le dijo que no podía ser, que quería ser monja. Él le dijo que contra esto no podía competir y se echó atrás prudentemente de la acometida. Pero la devoción y una anemia que hacía el ronso se esfumaron a la vez durante el año y medio que Paquita vivió en Andorra en casa la madre de un médico que la acogió y al que, con las fuerzas recuperadas, ella ayudaba a la consulta como enfermera. Volvió al barrio convencida de regresar en ese punto del tiempo en que él le había pedido ser pareja y ella le había salido por petaneras. Fue una hermana de Juan, María, quien le contó que Juan estaba prometido. Paquita, entonces, decidió silenciar su deseo y su secreto. ¿De cuántos imposibles están hechos los amores ectópicos?

Pasaron los años. Juan se casó y tuvo seis hijos, y al cabo de un tiempo Paquita se casó con Vicente y tuvieron dos niñas. Él vivía en la Gran Vía, junto a Universidad, con la familia; ella se fue a vivir cerca de San Antonio, en un piso que compraron y que le avalaron el padre de Juan y el suegro del doctor de Andorra. No volvieron a verse durante todo aquel tiempo, ni supieron nada el uno del otro.

Cuando la mujer de Juan murió, su hija pequeña sólo tenía ocho años. Juan se desvivió por los niños y por el trabajo. Fue al cabo de los años que Vicente puso enfermo y Paquita se entregó con cuerpo y alma. Su energía era la coral de Sants a la que iba a cantar una vez a la semana. Una especie de refugio, oxígeno y compañía donde agarrar fuerzas para combatir la tristeza.

Cuando Vicente murió, Juan se enteró por su familia pero no fue al funeral y tampoco dijo nada a Paquita de repente. No fue hasta tres días más tarde cuando le llamó y le preguntó si podía ir a visitarla a casa. Se presentó con un paquetito de pastelería con bizcochos y crema. Y un abrazo paciente que llevaba mucho tiempo escondido en el fondo con las migajas. Era San José.

«No volveré a dejarte escapar».

Poco tiempo después se casaban rodeados de una gran familia testigo de una felicidad labrada. Juan tenía 74 años. Paquita, 72 y toda una vida delante. Revalidaban la felicidad en cada momento, en cada gesto, por pequeño que fuera. Paquita me cuenta cómo hacer la cama, una estirando por aquí, la otra por allá, acababan haciendo una fiesta.

Al cabo de cuatro años, Juan murió. Fueron cuatro años recibidos como premio; un comienzo de todo, un descubrimiento. Sólo cuatro años, pero Paquita y él vivieron con plenitud esa vida juntos. Aún ahora. Lo dice la mirada de complicidad sobre una mesa de comedor. Y los dedos de Paquita acariciando el amor de su vida.

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