Ismael Ramos: "El gallego nunca me ha limitado como escritor: las instituciones, en cambio, sí lo han hecho"
Narrador y poeta. Publica 'La parte fácil'
Barcelona¿Cómo logra salir adelante, tanta gente triste, en las novelas?, se pregunta uno de los personajes de La parte fácil, primer libro de relatos de Ismael Ramos (Mazaricos, 1994). Traducido al castellano por el autor y publicado en Las Afueras, está lleno de historias ágiles y sutilmente chocantes ambientadas en la Galicia contemporánea. La ausencia de futuro, la inestabilidad laboral, la fragilidad anímica y la difícil gestión del duelo son algunos de los temas destacados de un debut deslumbrante.
La parte fácil ¿nació en un momento dulce para ti?
— Al contrario. Durante el confinamiento trabajaba en la traducción castellana de Lixeiro [Ligero] para la editorial de Elena Medel, La Bella Varsovia, y me encontraba en una situación incómoda y un poco angustiosa. En gallego me habían rechazado el libro en un par de sitios y podía ser que se publicara traducido, pero no en la lengua en la que había sido escrito.
Precisamente con Lixeiro acabaste ganando el Premio Nacional de poesía joven en 2021.
— Esto no podía saberlo entonces. Había otra circunstancia no muy agradable: seguía conviviendo con mi expareja y él tenía trabajo y teletrabajaba, pero a mí me habían hecho un ERTO y me pasaba el día calentándome la cabeza.
Aconsejado por Elena, escribiste un relato y ya no paraste...
— Fue mi forma de salir del pozo.
Corría el 2020. Tenías 26 años.
— Había estudiado hispánicas y después había realizado un máster en teoría de la literatura. Mi perfil era bastante típico de muchos de los que tenemos vocación de escribir, pero que sabemos que no nos ganaremos la vida con ello. Nunca me profesionalizaré, como escritor en gallego. Escribo en una lengua minoritaria y minorizada, que avanza hacia su extinción. El relevo generacional se ha roto. La literatura es también un arma para resarcirte de la falta de expectativas.
¿El uso del gallego es más bajo entre los jóvenes?
— Sí. Aunque la Xunta de Galicia diga que hay más hablantes de gallego que nunca, los jóvenes son una de las franjas que menos lo hablan.
En Cataluña los datos no son mucho mejores. En mitad de distritos de Barcelona el uso del catalán no pasa del 25%, según datos del pasado año.
— La gran diferencia entre Catalunya y Galicia es que en Galicia no existe una burguesía que hable gallego. No hay un espacio donde el gallego sea una lengua de poder. Una de las políticas que podría revertir la situación es ganar neofalantes, nuevos hablantes de gallego entre la gente que no lo utiliza. Si piensas en esta situación actual a largo plazo sientes claustrofobia.
Aún así, ¿no serás el único autor joven que escribe en gallego, verdad?
— No, no, por suerte existe una nueva generación de poetas y narradores. El gallego nunca me ha limitado como escritor. Las instituciones, en cambio, sí lo han hecho, porque depende de ellas la gestión de los recursos para dinamizar y normalizar la lengua.
En el libro no tematizas la cuestión lingüística. La precariedad, en cambio, sí está ahí. Y la sufren los jóvenes, pero también gente de anteriores generaciones.
— La precariedad no afecta sólo a los jóvenes, es transversal. Pobres hay en todas las generaciones, y cada vez hay más. Podemos elegir: pobres de 20, de 40, de 60 y de 80. La edad se utiliza como una estrategia para limitarnos y nos separa. A los poderes fácticos les interesa que no tengamos una foto de conjunto de nuestra sociedad.
¿A qué se dedican tus padres?
— Mi padre es transportista y mi madre ha trabajado en supermercados, sirviendo en casas o limpiando el obrador de una pastelería. Soy el primero de la familia que fue a la universidad.
En casa estarán orgullosos.
— Existe una mezcla de orgullo y presión. Mi familia no acaba de entender al 100% a lo que me dedico. Puedes ser hijo de un transportista y limpiadora y tener un iPhone. Esto es una trampa. Un engaño. Un reflejo del desclasamiento. Un iPhone me hace creer que puedo ser como alguien que está una o dos clases sociales por encima de la mía. Hay una frase de Annie Ernaux en La otra hija que me gusta mucho cuando dice que alguien como ella, de su generación, estaba condenada a ser funcionaria.
Ernaux fue profesora de secundaria durante años. Dirías que esta condena a dedicarse al funcionariado se mantiene?
— Sí. Si quieres prosperar y tener una vida más o menos tranquila sólo puedes ser funcionario. Es fuerte que alguien de 29 años piense así, ¿no?
Ahora me dirás que lo eres...
— Desde hace un par de años soy profesor en un instituto. Me resistí mucho y antes hice trabajos muy diversos. Estuve en el departamento de comunicación de una editorial, trabajé en una librería, hice de camarero e incluso vendí excursiones a Fisterra. Hay mucha gente que envidia a los funcionarios, pero el espacio que ocupan debería representar la justicia y los derechos de los trabajadores. Si no cuidamos la sanidad o la educación, la sociedad se resentirá de ello.
De hecho, muchos profesores se quejan de la excesiva burocratización de su trabajo.
— Además de la burocratización, existen unas ratios de alumnos altísimos por aula y demasiados pocos recursos humanos. De vez en cuando sale a la prensa que Amancio Ortega ha dado máquinas a un hospital o tabletas digitales a una escuela pública. Cada vez que Ortega hace una donación estamos invitando al lobo a cenar, estamos dejando entrar al caballo en Troya. Vamos perdiendo espacios que creíamos garantizados, espacios que tienen que ver con los recursos públicos.
Éste es el mundo que aparece en tus cuentos.
— Es un mundo de grandes contradicciones. Escribo para tomar partido. Cuando leo un poema o un relato bueno, me enseña algo nuevo y al mismo tiempo abre un nuevo abismo en mí. Es instructivo, pero te deja a la intemperie. Para mí, la escritura es esto: me ayuda a situarme en un tiempo y un lugar y al mismo tiempo me hace ser consciente de la inmensidad de lo que me rodea y de todo lo que no puedo controlar.
La angustia por la ausencia de futuro está muy presente en el libro, tanto en los personajes jóvenes como en los maduros.
— La idea de futuro se ha debilitado tanto que casi ya no existe. Nos obligamos a quedarnos perpetuamente en el presente. Las redes sociales fortalecen esa idea. Si miras Instagram ves imágenes que te ayudan a construir un perfil de esa persona, pero siempre en presente. El pasado es complicadísimo de entender y el futuro no existe: sólo nos queda el tiempo más precario que existe, el presente. Mis personajes habitan en este presente, que a veces se desintegra. De repente ocurre un accidente, una muerte, o la necesidad de ir a terapia.
La salud mental aparece explícitamente en dos de los ocho relatos.
— Hay personajes que necesitarían ir al psicólogo o al psiquiatra y pueden permitírselo. Otros no. Vivimos un momento preocupante de mercantilización de la salud mental, al igual que ocurrió antes con los feminismos y el movimiento LGBTI, entre otros temas. En el libro hay una madre que ha pasado 25 años entrando y saliendo de un psiquiátrico privado. La familia gasta mucho dinero en ella. ¿La están ayudando o en realidad no? ¿Mantenerla con vida aunque ella quiera morir es la decisión correcta? Este dilema me parecía muy potente y todavía no sabría qué responder.
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