Crear un ordenador que cabiera en el bolsillo. Ésta era la idea que, desde hacía tiempo, tenía en mente Michael Tchao, trabajador de la división de estrategia y planificación de producto de Apple. Era 1991 y, entonces, tabletas tan sólo se habían visto en las películas de ciencia ficción. Sin embargo, cuando a principios de ese año le tocó compartir asiento de avión con John Sculley, en ese momento consejero delegado de la empresa de Cupertino, no pudo morderse la lengua. Sculley se le escuchó y, en una época en la que Microsoft era la dominadora absoluta del mercado informático, decidió salir adelante. En 1993, Apple ya anunciaba a sus cuatro vientos la salida al mercado del Newton MessagePad.
“Queríamos diseñar una nueva gama de dispositivos y hacerlos funcionar con un software completamente innovador: pretendíamos inventarnos un nuevo concepto de dispositivo”, recuerda Steve Capps, uno de los desarrolladores del Newton, en un artículo en la revista tecnológica Wired. Con una gran campaña publicitaria y una inversión de 100 millones de dólares en desarrollo, Apple había logrado crear una tableta con un sistema operativo propio. El usuario podía consultar el calendario y la agenda, apuntar recordatorios, procesar textos, navegar por internet e incluso enviar faxes. "En cierto modo, Apple había creado el precedente del iPad", asegura Xavier Ferràs, decano de la Facultad de Empresa y Comunicación de la Universidad de Vic. Pero Newton había nacido enfermo.
“Era un instrumento demasiado avanzado para su tiempo, demasiado caro -con un precio de 120.000 pesetas, valía lo mismo que un ordenador personal- y con defectos de ingeniería”, explica Ferràs. De hecho, en 1993, cuando apareció Newton, el PC aún no se había convertido en un producto de masas. Sin embargo, Apple había decidido apostar fuerte promocionándolo con una de las características que le hacían único: que fuera capaz de reconocer el texto escrito a mano. "La tecnología no estaba preparada y los errores eran constantes", recuerda Ferràs. Los primeros consumidores tuvieron una mala experiencia de uso y las ventas cayeron en picado. “Si Steve Jobs hubiera estado al frente de la empresa, nunca habría autorizado que saliera a la venta de esa manera -explica-. Si él era un perfeccionista, Sculley era el típico ejecutivo estadounidense de la época: agresivo en costes y amante del marketing”, sentencia.
De hecho, con una campaña más propia de una empresa de la gran distribución que de una compañía de alta tecnología, la aparición del Newton se leyó como el enésimo intento desesperado de Apple para intentar levantar cabeza. “En aquellos años había una feroz guerra para dominar el mercado de los ordenadores -analiza Ferràs-. El ordenador había sido un invento de Apple, pero ya había aparecido la competencia y IBM había triunfado bajando su precio”, recuerda. La compañía de la manzana necesitaba, por tanto, un nuevo producto disruptivo que le permitiera recuperar otra vez cuota de mercado. Pero no salió adelante. Steve Jobs regresó a Apple en 1998 y asesinó al Newton. Pero doce años más tarde resucitó el negocio de las tabletas con el iPad. Y sólo en el 2017 se vendieron más de 30 millones.
“Un producto de alta tecnología que no tenga un nivel de calidad de ingeniería excelente nunca debería salir al mercado, por mucho que presionen a los inversores -explica Xavier Ferràs, decano de la Facultad de Empresa de la UVic-. Y antes de precipitarse arrojándolo al mercado, habría que elegir primero un segmento específico”.