Catalanes como yo

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Un refugio en el Pla de Guillem, en la Catalunya Nord

Estamos en un restaurante de pescado en Banyuls de la Marenda, en el litoral del Rosellón. El dueño, un hombre de una treintena de años, nos pregunta de dónde estamos, y al decirle que de Barcelona, ​​se exclama, siempre en francés: "Ah, catalanes como yo". Y a continuación añade, con un deje quizás más decepcionado que amargo: “Donde está entre catalanes, nunca es hablo ni catalán ni español”. Es decir, estamos entre catalanes, y debemos entendernos en francés, o incluso en inglés (él vivió un tiempo en Australia), pero no podemos hacerlo en catalán. Antes de comer, hemos pasado por el mercado del domingo, donde el catalán es una lengua totalmente ausente, como lo es en las calles, en los cafés, en las tiendas y en las casas de los pueblos y las villas de la Catalunya Nord. De hecho, sólo hemos hablado en catalán con un paradista francés joven que había vivido en Alicante y que nos explica que allí, después de aprender el catalán, defendía, provocando una reacción hostil de muchos alicantinos, la unidad de la lengua... ~ BK_SALTO_LINEA~ Al salir de Banyuls, nos llegamos hasta Colliure. En el cementerio —más allá de la tumba de Machado que preside la entrada—, en los panteones, nichos y lápidas los nombres son abrumadoramente catalanes: Hostalrich, Solà, Colomines, Claret, Nomdedeu, Atxer, Fabre, Oliveres o Pujol, sólo a veces levemente deformados por una grafía francesa (“Py” por Pi, “Agouillo” por Agulló). La ciudad de los muertos se convierte así en el reverso de la ciudad de los vivos: aquellos muertos habían hablado, hasta no hace tanto tiempo, catalán. Hoy, en la ciudad de los vivos, el catalán está bien muerto. Y, sin embargo, los vivos se proclaman catalanes. La bandera y la sardana son omnipresentes, pero reducidos a un elemento del folclore, despolitizado y, por tanto, inocuo.

A menudo, la relación con los turistas provenientes del Principado se hace a través del castellano, que muchos norcatalanes aprenden en el liceo. En un supermercado de Banyuls, venden unos botes de tomate triturado con la etiqueta de “Pan con tomate”; en una letra más pequeña dice “Pa amb tomaquet” (sin el acento), y debajo “Artisanal et catalan”. Ésta es la jerarquía: el castellano, lengua extranjera pero al fin y al cabo lengua de estado, por encima de un catalán que se reclama, si acaso, sólo como un producto casero. Eso sí, en muchos bares y restaurantes te ofrecen pescado a la plancha, en una grafía mestiza. El abandono progresivo del catalán en el territorio que antes se conocía como los Condados, y que desde la Revolución Francesa -que sustituyó a los nombres históricos por nombres meramente geográficos, desprovistos de carga identitaria- se llama departamento de los Pirineos Orientales, es un fenómeno suficientemente conocido y estudiado. La República Francesa ha triunfado en su proceso de nacionalización: en todo el Hexágono ha sabido hacer de los campesinos franceses (por decirlo en los términos del estudio clásico del historiador Eugen Weber).

En este proceso de nacionalización hay un elemento clave, además de la escuela, la iglesia y la administración: “los muertos por Francia”, que son recordados con monumentos y placas conmemorativas en todos los pueblos y pueblos que vieron morir a sus hijos, jóvenes en la raya de la veintena, en la Primera Guerra Mundial, pero también en la Segunda. En Cervera de la Marenda, una placa en la fachada del Ayuntamiento reconoce "la actitud patriótica" de la villa durante la Segunda Guerra Mundial. Las guerras hacen patria, sobre todo si se ganan.

El destierro de la lengua catalana de la Cataluña Norte plantea, por supuesto, muchas preguntas a quienes nos preocupamos por la historia de lo que Pierre Vilar llamaba los “grupos nacionales”, pero también mucha inquietud entre los ciudadanos que constatamos el retroceso de la lengua catalana en ciudades como Barcelona (por no hablar de Palma o Valencia). Una de ellas, no menor: “Se puede construir un demos político sin una unidad lingüística y cultural compartida por los ciudadanos de un mismo territorio?” O bien: “¿En qué medida se puede revertir, en el sentido de mayor pluralidad, el Estado nación que se consagró a la Europa del siglo XX?” Al salir del cementerio de Colliure, donde hemos asistido a un goteo de visitantes que peregrinan a la tumba de Machado —un sepulcro que tiene como fondo un tendido desordenado de banderas de la República española que le quita toda solemnidad—, una mujer grita, espontánea, en castellano: “¡A la tercera!” La duda surge: ¿una Tercera República española iría acompañada de una diversidad nacional y lingüística real en el conjunto de España? Entonces, una vez formulada, te das cuenta de que la pregunta parece algo ingenua: en la España de hoy no parece que ni a una ni a otra, ni la República ni la plurinacionalidad, se las espere.

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