Atentado. En los primeros segundos de caos y miedo desatados por los disparos contra Donald Trump en Pensilvania, con el micrófono del atril todavía en marcha, se oye al expresidente republicano reclamando sus zapatos. Trump grita reiteradamente a los agentes del servicio secreto, que están a punto de sacarlo del escenario, que quiere los zapatos (que habrá perdido en el desconcierto del momento). Lo dice varias veces. En medio del desmadre y la incertidumbre, el expresidente está pensando en la imagen de la salida. Todo pasa rápido y, visto de lejos, el simbolismo empequeñece. Pero la fotografía de un Trump ensangrentado con el puño en alto, rodeado por los agentes que lo empujan hacia el coche, se ha convertido en el icono de su retorno político definitivo.
El mesianismo trumpista es hoy aún más fuerte. La convención republicana en Milwaukee escenificaba ayer la nominación oficial de su candidato a la presidencia. El Partido Republicano arrodillado frente al trumpismo, dependiente de un capital económico y político corrosivo, pero sin el que no se ven capaces de llegar al poder, abraza la fuerza de un Trump convertido ahora en víctima del clima de violencia política que él mismo ha contribuido a alimentar durante años: desde su connivencia con la violencia supremacista en Charlottesville en el 2017, hasta el apoyo a los "patriotas increíbles" que asaltaron al Capitolio el 6 de enero del 2021. Trump es el hombre que ha animado a agredir a la prensa y a los activistas que se colaban en sus mítines; que ha prosperado en el tribalismo político como supo hacerlo en su mundo de casinos y telerrealidad.
Erosión. Estados Unidos es un país cada vez más violento: las amenazas a los miembros del Congreso se han multiplicado por diez en los últimos años; también han crecido las denuncias por acoso contra consejos escolares y legisladores estatales, así como el señalamiento de jueces y el malestar de la comunidad afroamericana. No es un fenómeno exclusivo de Estados Unidos. También Europa ha vivido su reciente dosis de violencia política y de procesos electorales rotos por la polarización.
El presidente, Joe Biden, está en un momento de vulnerabilidad extrema. El candidato demócrata –obligado a desactivar la revuelta interna que pide sustituirlo en plena carrera por la reelección– se ha quedado sin el argumentario central de su campaña. El ataque constante a un Trump autoritario, tildado de “amenaza a la democracia”, se tambalea cuando el republicano emerge como la víctima de esta polarización, y pide “unidad” al país.
La “república frágil” que los politólogos Robert Lieberman y Suzanne Mettler describían en la revista Foreign Affairs en 2020, hablando de Estados Unidos rehenes de las urgencias y las crisis mal cerradas, nunca había tenido que hacer frente a tantas amenazas como ahora.
Emocionalidad. Donald Trump se presenta como el "guerrero" de quienes se han sentido "agravados y traicionados". El sábado, con el puño en alto, gritaba a sus seguidores “Luchad, luchad”. El republicano no solo se ha hecho fuerte a golpe de apelar a las emociones y los miedos, sino que ha llegado a construir una efervescencia colectiva –como lo llama el filósofo Émile Durkheim–; un estado de excitación emocional que une a todos sus partidarios.
Pero en estos Estados Unidos de tierra quemada, la política se ha convertido en un ejercicio autodestructivo. Ya no hay rivales, sino enemigos del país. Las carreras electorales se convierten en amenazas existenciales para la supervivencia de Estados Unidos. Y de la violencia retórica emana la violencia política.