La política catalana y la española se encuentran en un cruce digamos endemoniado, en el que confluyen la investidura (o no) de Salvador Illa como presidente de la Generalitat, la aplicación (o no) de la ley de amnistía, la repetición (o no) de elecciones en Cataluña, y quién sabe si en España, y la renovación (o no) del Consejo General del Poder Judicial. Lo tiene bien explicado en el artículo de Ot Serra en este diario, en la que nos avisa que nos volvemos a encontrar en una “semana clave”: todas las semanas políticas son claves, como todos los partidos de fútbol son históricos.
Dentro de este entramado de densas amenidades, llama la atención que la decisión que debe indicar por dónde irán las cosas esté ahora mismo en manos de dos magistrados del Supremo, el conocido dúo formado por Manuel Marchena y Pablo Llarena. Marchena presidió un juicio que debía ser la prueba del nueve de la madurez de la democracia española pero que se saldó con un todos en la presó que no era más que una revancha reparadora del orgullo patrio, que se sentía burlado y herido. Llarena, por su parte, era percibido, en los inicios de la causa contra el Proceso, como un juez más abierto y menos duro que otros colegas suyos, verbigracia, la magistrada Carmen Lamela, que fue promocionada de la Audiencia Nacional en el Supremo. En su momento, Lamela fue quien decretó prisión incondicional para Jordi Cuixart y Jordi Sànchez y, más adelante, prisión provisional sin fianza para Josep Rull, Jordi Turull, Raúl Romeva, Oriol Junqueras, Dolors Bassa y Joaquim Forn (también contra Carles Mundó y Santi Vila, con fianza), así como las primeras euroórdenes de detención contra Carles Puigdemont, Toni Comín, Meritxell Serret, Clara Ponsatí y Lluís Puig. Vale la pena recordarlo, porque después el moderado Llarena no hizo nada por revertir ese estado de cosas. Con él se produjeron los dos intentos frustrados de investir a presidentes Jordi Sànchez y Jordi Turull, que salieron provisionalmente de la cárcel sólo para volver a entrar. Este momento posterior a las elecciones de 2017, en las que la justicia imposibilitó sucesivamente la investidura de Puigdemont, Sánchez y Turull, y que se cerró con la investidura de Quim Torra (que sería inhabilitado más adelante por la Junta Electoral), es un de los que muestran más crudamente cómo la judicialización de la política y la mezcla interesada de los poderes públicos llegaron a retorcer e intoxicar el estado de derecho en España. Llarena también ha sido conocido por sus euroórdenes de detención contra los exiliados, con cumbres memorables como las de Bélgica o Schleswig-Holstein.
A los ítems enunciados al principio, cabe añadir el del retorno (o no) de Puigdemont, así como la dinámica infernal de la política madrileña, adicta a la adrenalina de los escándalos, reales o inventados. Sea cual sea la decisión que tomen los dos magistrados, es previsible que no vaya en la línea de evitar enfrentamientos. Así como los de su cuerda pretenden que ETA siga viva, desean también que el Proceso no acabe.