Cuando yo era pequeña, no me gustaba el fútbol.
Miento.
No me gustaba que nadie supiera que me gustaba el fútbol. No hablo de ver los partidos, que en mi casa era habitual, sino de jugarlo. Sí, grité de emoción cuando Costa Rica se clasificó por primera vez a un Mundial, en 1990, pero más hubiera gritado por un gol propio, aunque fuera en la cancha del barrio.
Tenéis que entender que yo llevaba el pelo corto, afro, y era muy delgada. Tenéis que entender que eran los años ochenta en un pequeño pueblo de un pequeño país de América Latina. Tenéis que entender que ya suficiente tenía con ser afrodescendiente y ser siempre "la distinta”. Me confundieron tantas veces con un niño, y yo tenía tanta parte de mi identidad asociada a la feminidad, que lo último que me faltaba era ser una machorra practicante, porque el mandato social generalizado es que el fútbol es cosa de hombres. Yo quería parecer una niña, quería encajar y quería pasar inadvertida… jugar al fútbol era claramente una pésima idea para conseguir cualquiera de estos objetivos.
Recuerdo perfectamente la última vez, de pequeña, que pensé en el fútbol como una diversión posible: yo tendría unos doce años y mis amigas cumplían el imperativo heteronormativo y hablaban de chicos. A mí, honestamente, me interesaba cero el tema, de hecho recuerdo esa conversación precisamente por el sopor que me provocaba. Estábamos sentadas cerca de la cancha deportiva del instituto y detrás de nosotras, un grupo de compañeros se hacía pases con una pelota. No sé en qué momento desconecté del tema de conversación y me entretuve mirando lo que hacían los chicos. Me aburro, pensé, ¿por qué no puedo ir a jugar con ellos?
Me encantaría que esta historia tuviera un final heroico, en el que yo me levanté, solté una frase feminista sin saberlo, defendí mi deseo y me fui a hacer lo que quería. No es el caso… yo no tenía pasta de heroína… me quedé allí sentada, probablemente me inventé que me gustaba algún chico y sonreí, que era lo que se esperaba de mí.
Años más tarde, en la Universidad, probé con el fútbol sala. Era malísima… de hecho pasaba más tiempo cayendo que pasando la pelota, pero me lo pasaba genial. Volví a dejarlo cuando detecté -una vez más- que no era compatible con la imagen de feminidad que en aquel momento aún intentaba perfomar.
Regresé a la participación disimulada, a ser una espectadora silenciosa. Pasaron los años… Me aprendí el himno del Barça muy poco después de aterrizar en Catalunya (de hecho es la primera canción que me aprendí en catalán). Celebré el triunfo de Brasil sobre Alemania en la final del Mundial del 2002. En la era Guardiola podía recitar las alineaciones y seguía los partidos y resultados. Vi la final del mundial del 2010 en las pantallas gigantes de plaza Espanya y salté abrazada a mis amigos con el gol de Iniesta.
Y luego dejé de mirarlo. Ya ni siquiera era mi secreto. Tanto lo escondí que hace unos días colgué una foto en el Camp Nou en mi Instagram… y muchísimas personas cercanas se sorprendieron. Porque si eres feminista, parece, es pecado que te guste el fútbol.
Así, durante años, ya no más seguir al Barça, ni ver la Champions, ni interesarme por los Mundiales. Aunque siempre fue evidente, durante mi período de no ver fútbol se me hacía insoportable obviar que estaba delante de un deporte donde las mujeres no existimos. Ya no solo como jugadoras, sino como espectadoras… basta con entrar en un bar cuando se juega un Barça-Madrid, por ejemplo. Basta con entrar al bar, sola, pedir una cerveza y sentarse en la barra como el resto de los parroquianos… si es que tienes el valor, claro.
Ya no tengo edad (ni ganas, ya no) de correr detrás de una pelota, pero hace unos días fui al Camp Nou. Jugaba el FCB femenino. Fui y fue feliz. Once mujeres corrían detrás de una pelota, mientras otras once intentaban detener sus posibilidades de gol, y viceversa. En la gradería, noventa y dos mil personas celebrábamos no solo el triunfo del FCB femenino y su solvente juego, sino el propio acto de verlas jugar así: veintidós mujeres coreadas por noventa y dos mil personas. Y sí, es importante que sean mujeres: los pasillos del estadio estaban llenos de familias, de mujeres, de hombres. Es importante porque las mujeres que hemos seguido el fútbol hemos coreado siempre los nombres de ellos. Hemos celebrado desde siempre sus triunfos y la representación lo es todo en un deporte tan históricamente masculinizado.
Ahora el Camp Nou canta “Alexia, Alexia”. Y tres niños llevan la camiseta con el nombre de la capitana en la espalda. Y el mundo es un poquito más justo… y más divertido. Gracias, jugadoras, por convertir el fútbol en un acto feminista. Y por devolverme la fiebre futbolera.