En el artículo No es la cohesión, es el vínculo que publicé en el ARA el pasado 14 de noviembre, hacía referencia a la metáfora con la que el sociólogo francés Jérôme Fourquet describía a nuestras sociedades como hidropónicas. Es decir, sociedades en las que cada vez más pretendemos crecer sin tierra, sin tener que arraigar en ningún sitio concreto, como hacen las plantas de los hidrocultivos. Una carencia de arraigo muy útil en el actual proceso de globalización y homogeneización económica y cultural, con el objetivo de convertirnos en individuos movibles, intercambiables, dóciles a las necesidades de los grandes mercados laborales, pero también de los mercados políticos. Se trata de poder plantar tomateras que produzcan tomates idénticos –e insípidos– en cualquier parte del planeta. Exactamente en el sentido contrario a lo que llamamos kilómetro cero y proximidad.
Pero si en aquel artículo ponía la atención en la cuestión del vínculo, de la pertenencia, en éste quiero hacerlo en la del desarraigo. Porque, obviamente, el éxito de una sociedad hidropónica, sin arraigar en el suelo, depende de su capacidad previa para desarraigarnos. Y una de las palabras que pueden ser más engañosas a la hora de enmascarar un proceso de desarraigo es la de la inclusividad.Se trata de una exigencia que, bajo el disfraz de ser un principio ético a favor de la tolerancia hacia la diversidad, lo que suele hacer es excluir la diferencia para que no moleste. , trata de expulsar, de disolver, lo que es distintivo. O sea, que intenta eliminar el fondo en el que estamos arraigados. de eliminar asignaturas humanísticas –de momento, una decisión formalmente frustrada– de los currículos escolares.
Pero sin ir tan a fondo, existen manifestaciones cotidianas aparentemente inofensivas, pero que muestran la eficacia de esta tendencia disolvente. Es el caso de cómo se ha ido extendiendo la costumbre de sustituir la felicitación de un feliz Navidad por el felices fiestas. Una supresión que se expresa de otras muchas maneras: en las iluminaciones de las calles sin referentes navideños; en la supresión de los belenes en los espacios públicos –de las plazas en las escuelas–; en los conciertos navideños que obvian los villancicos de contenidos explícitamente religiosos... Es decir, se trata de un proceso que ya viene de hace años, pero ahora acelerado, de absurda eliminación del significado propio de la fiesta. Porque si no es Navidad, ¿qué caray se festeja? No nos felicitamos las vacaciones de verano con un felices fiestas, ¿verdad?
No sé si hace falta decirlo, pero no se trata de querer que se afirme una pertenencia cristiana que no tiene. Es cierto que Navidad tiene un origen religioso vinculado a la tradición cristiana, y también todavía a antiguas creencias paganas de las que llegan, entre más, los árboles de Navidad, el muérdago, los renos... Pero en una sociedad laica –que no secular– como la nuestra, Navidad es sobre todo unas costumbres, una tradición, una memoria, una identidad; para muchos, unos elementos de identificación ya despegados de las creencias originales. Cierto que Navidad también podría ser una referencia ética, e incluso política, especialmente adecuada para los desafíos de nuestro mundo. Por ejemplo, como símbolo del desafío del orden establecido desde la vulnerabilidad. O de la sumisión de los poderosos –los tres Reyes, por cierto, étnicamente bien inclusivos– a unos ideales frente a los que se arrodillan. Y de la sencillez de los pastores –cada año habría que releer El poema de Navidad de Josep Maria de Sagarra– como reencuentro con la naturaleza, como reconocimiento de las debilidades más básicas de la condición humana y, si se quiere, como denuncia de un consumismo desatado. Cada uno puede buscar lo que quiera, claro, pero no puede haber fiesta si no hay celebración de algo concreto, en este caso, si no hay Navidad.
De hecho, a nadie se le ocurriría pedir a los musulmanes que celebraran un Ramadán inclusivo a base de abandonar los preceptos religiosos que comporta o de hacer referencia a la primera revelación de Mahoma. Y es la secretaría de Asuntos Religiosos quien desde hace más de veinte años felicita a las diversas comunidades religiosas por sus festividades como reconocimiento de su especificidad, en una muestra, ahora sí, de inclusividad. Pero, ¿por qué la fiesta tradicional que es la propia del país debe esconder sus especificidades?
Si en nombre de la inclusividad festiva debe excluirse la razón de ser de una fiesta, si debemos esconder un feliz Navidad en uno felices fiestas para incluir a todo el mundo, lo que hacemos es contribuir al desarraigo cultural y, en definitiva, facilitamos una deshumanización que nos deja a la intemperie y nos hace aún más vulnerables y en consecuencia, intolerantes.