Gaza, con gafas de leer

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Las fuerzas aéreas israelíes bombardean Gaza.

Una de las consecuencias más positivas del acuerdo de última hora anunciado este lunes por ERC y Junts es que, en los próximos días, dejaremos de oír al socialista Salvador Illa repitiendo que él ganó las elecciones y reclamando el Govern en nombre de una mayoría que no ha sabido ni esbozar en ningún momento de estos tres largos meses. También será muy reconfortante perder de vista el espectáculo de los comunes (podríamos llamarlo “el síndrome de Joan Saura”), que, con el 6,8% de los votos emitidos, se han arrogado el derecho de decidir quién puede gobernar y quién no. Sobre todo, hay que esperar que las dos principales fuerzas independentistas dejen atrás el juego de la gallina, abandonen la pugna por el relato y se pongan a gobernar con rigor, que más urgente no puede ser. De momento, sin embargo, permítanme que hoy dirija el análisis hacia la dramática situación en Israel-Palestina. Al menos, nadie podrá decir que rehúyo de un tema incómodo para refugiarme en otro plácido.

La nueva explosión de hostilidades entre Hamás e Israel, con la franja de Gaza como escenario principal, vuelve a ser presentada por numerosos medios y analistas como el enésimo episodio de una lucha apocalíptica entre el Bien y el Mal, entre el Ángel y la Bestia, entre las víctimas perpetuas y los verdugos sin piedad. Para quien quiera solo confortar su conciencia quizás es suficiente. Para quien pretenda comprender el conflicto me temo que no.

En la base de todo está, obviamente, un litigio nacional-territorial entre dos pueblos que consideran el mismo pequeño país su patria, su única patria; y que tienen, tanto el uno como el otro, sólidas legitimidades para reivindicarla. Un siglo después del inicio del enfrentamiento, una larga cadena de errores y aciertos, de éxitos y fracasos, de victorias y derrotas de un campo y del otro, dibujan entre ellos un acusado desequilibrio de fuerzas y ha llevado a los palestinos a sentirse olvidados y abandonados; por el mundo, pero sobre todo por sus “hermanos” árabes, como evidenciaron los Acuerdos de Abraham del año pasado. Si a esto añadimos la parálisis y la crisis de liderazgo de la Autoridad Nacional Palestina –pendiente de la celebración de elecciones... ¡desde el 2009!–, no cuesta nada de entender la volatilidad de la situación y la tensión acumulada en los territorios desde hace meses o años.

Como otras veces, el desencadenante de la actual crisis ha sido casi trivial: la propiedad árabe o judía de un puñado de casas del barrio de Cheikh Jarrah en Jerusalén, un conflicto legal que se remonta a 1967. Las protestas juveniles palestinas por este tema, reprimidas por la policía israelí incluso dentro del Haram al-Sharif (el nombre canónico de la Explanada de las Mezquitas), hicieron subir la temperatura hasta un punto de ignición, y ofrecieron a Hamás el pretexto para tomar la iniciativa militar y reafirmar, de este modo, su hegemonía y su liderazgo frente a la decaída ANP de Mahmud Abbas.

El Movimiento de la Resistencia Islámica Hamás sabe que, por muchos cohetes que lance sobre Israel, no puede derrotar al ejército israelí ni poner contra las cuerdas a su gobierno, dada la asimetría de recursos. También sabe que aquel gobierno –como cualquier otro gobierno del mundo, por más que ahora a Netanyahu le convenga especialmente el cuerpo a cuerpo– no podía quedarse con los brazos cruzados ante la caída de misiles sobre sus ciudades y pueblos. Y, sobre todo, sabe que la inevitable réplica israelí contra Gaza, considerando la densísima urbanización de aquella franja, tiene que comportar gran cantidad de víctimas civiles. En un cierto sentido, todas, porque cuando combaten los milicianos de Hamás no llevan uniforme, ni tienen cuarteles ni otras instalaciones militares, sino que se mimetizan con la población, se alojan y almacenan armas y municiones en edificios de vecinos, escuelas, etcétera.

Es evidente que para las familias afectadas, para sus parientes y amigos los niños y las mujeres muertos bajo las bombas israelíes constituyen una tragedia, una más en sus dolorosas existencias. Para la cúpula de Hamás, en cambio, aquellos muertos son el arma más poderosa de la que dispone el movimiento, más poderosa que ningún misil. Al menos desde 1987 (desde el inicio de la primera Intifada), la resistencia palestina cree que el campo de batalla crucial de su lucha no es en ningún lugar del territorio comprendido entre el Mediterráneo y el río Jordán, sino en las pantallas y las portadas de los medios internacionales. Y que, para causar impacto en aquellos medios, la skyline de Gaza humeante, los edificios que se hunden, los tumultuosos entierros de niños, son de una eficacia insuperable. ¿Acaso los sionistas, antes de 1948, no utilizaban los muertos y los supervivientes del exterminio nazi como fuente de legitimidad?

Por supuesto, hace falta detener la escalada de violencia, hace falta empatizar con todas las víctimas y, sobre todo, habría que desbloquear la resolución política de la cuestión palestina, el objetivo más difícil de la agenda diplomática mundial. Pero contemplar el conflicto como un duelo maniqueo entre el bando de los pobrecillos y el de los pérfidos no ayudará nada.

Joan B. Culla es historiador

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