¿Hay exceso de terrazas de bar en Barcelona?

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Suerte del balcón o suerte de la terraza, descubrió mucha gente de ciudad durante el confinamiento más duro de la pandemia. Después, cuando se pudo empezar a salir, todos redescubrimos el valor del silencio, de los espacios públicos y las zonas verdes, el gozo de poder andar o correr, de ir en bicicleta o patinete, por unas ciudades con menos vehículos ruidosos y contaminantes. Con el urbanismo táctico, el Ayuntamiento de Barcelona quitó carriles al tránsito convencional y los dio a los peatones y al tránsito verde. También aprovechó estos nuevos espacios ganados en la calle para dar un respiro a bares y restaurantes, que así, ante la prohibición de abrir al público los locales interiores, pudieron remontar el negocio con las terrazas al aire libre: durante el covid, en la capital se han autorizado 3.688. Si le sumamos la picaresca de quienes ponen más mesas y sillas de las asignadas, el fenómeno salta a la vista. Barcelona ya era históricamente una ciudad de bares, con el boom turístico de las últimas dos décadas la cosa se disparó y ahora, como resultado colateral de la pandemia, esto es todavía más visible. Hoy cuesta encontrar una calle, tanto en el centro como en los barrios, donde no haya en la acera o la calzada una terraza -a menudo unas cuántas- con mesas y sillas.

¿Es un cambio que ha venido para quedarse? La decisión, pendiente de tomarse, marcará en buena medida el pulso del día a día de la ciudad durante los próximos años. El equipo de la alcaldesa Colau se la juega en esta disyuntiva. Mirado por el lado positivo, las terrazas al aire libre aprovechan el buen clima mediterráneo y dan atractivo y dinamismo a la ciudad. Son, también y sin duda, un factor de seguridad sanitaria frente al covid (que, recordémoslo, todavía está aquí) y de futuros virus que puedan llegar. Son también un entorno de sociabilidad. Y han sido, y pueden seguir siendo, una fuente de ingresos vital para el sector de la restauración, además, claro, de una inyección de ingresos en forma de tasas para el Ayuntamiento.

Al otro lado de la balanza hay también razones de peso, con dos elementos principales que obligan a buscar soluciones. El primero y más obvio es el ruido: los vecinos de zonas que se han ido especializando en terrazas explican que han perdido la tranquilidad. Calles como Enric Granados en el Eixample o Blai en el Poble-sec de entrada tuvieron el privilegio de ser de peatones, pero con el tiempo se han convertido cada vez en más invivibles. La pandemia no ha hecho sino extremar el problema convivencial. El otro elemento es que, en estos entornos sobreocupados por la restauración, el comercio tradicional y variado ha desaparecido, echado por el auge de los precios de alquiler de los locales. Si la situación, ahora que el turismo todavía no se ha recuperado, ya es crítica, ¿cómo lo será cuando vuelvan masivamente los visitantes una vez se supere del todo la crisis del covid?

Así pues, toca sopesar bien pros y contras. Seguro que se tienen que reforzar las inspecciones para evitar abusos. Pero también habrá que actuar con regulaciones que impidan que el ocio ligado a la restauración se cargue futuras superislas o zonas de peatones.

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