El juego y la vida

4 min
Mijaín López, campeón olímpico por quinta vez

Dicen que el juego es necesario para llevar una vida humana, pero creo que el juego es la vida humana. Obviamente, no estoy pensando en divertimentos lúdicos, sino en el juego serio y esforzado. En un partido de fútbol contra un rival potente en un campo embarrado, por ejemplo.

La finalidad del juego es el propio juego. Jugamos porque jugar es el premio. El juego es la actividad en la que la necesidad (las arbitrarias reglas del juego), el azar (lo fortuito), la improvisación y la estrategia se dan juego mutuamente, como en la vida. Camus aseguraba que había aprendido una importante lección ética en los campos de fútbol: que nunca sabes a ciencia cierta por dónde te llegará la pelota.

En el juego el resultado es incierto. Podemos jugar bien y perder por un penalti injusto en el tiempo añadido o porque el mejor de los nuestros se ha lesionado o porque hemos fallado un gol ante la portería vacía, etc. Gracias a la incertidumbre del resultado, disfrutamos de la emoción de la inminencia de lo posible. No es inusual que no salga ganador el deportista que se comporta como un gentleman, sino el chapucero.

La vida es "un inmenso fenómeno deportivo", decía Ortega. Nietzsche lo dijo así (Ecce Homo): "No conozco ninguna otra manera de hacer frente a las grandes tareas que no sea el juego. También el juego tiene reglas, también se basa en las repeticiones; pero todo lo que es un juego, o lo que por eso entendemos, lo vivimos con alegría".

"Vive en el juego y muere en él", leemos en la novela que mejor narra la búsqueda de lo absoluto, Moby Dick.

Lo verdadero en el juego no lo es necesariamente en la competición. La competición es el miedo a quedar segundo o, en los Juegos Olímpicos, cuarto. Y esto es lo que transforma el juego en espectáculo.

Heráclidas Póntico (390-310 a. C.) decía que Pitágoras fue el primero en llamarse a sí mismo filósofo. Y así lo explica: los griegos iban a los Juegos Olímpicos con pretensiones muy distintas. Unos querían alcanzar la gloria en las competiciones; otros, hacer negocios aprovechando la aglomeración de gente venida de todas las ciudades griegas; algunos se limitaban a contemplar todo lo que acontecía. Estos son los filósofos. Con razón Platón reservaba el nombre de filósofo para “aquellos que aman el espectáculo de la verdad”.

¿Y quien filosofa a qué juega?

Si no juega a nada, si es un espectador insensible a nada que no sea la verdad, su relación con el juego es la que existe entre la vida pensada y la vida vivida. Si en la teoría no hay nada de juguetón, al teórico del juego se le fuga la experiencia sobre la que teoriza. Piensa sobre supuestos. Cuando Rousseau decía que el hombre que piensa es un animal enfermo, estaba pensando en la inevitable lejanía entre la vida vivida y la pensada.

El teórico reduce la complejidad de la vida en el residuo existencial de un argumento.

Al teórico (es ahora mi caso) le interesa el espectáculo de Olimpia más que los Juegos Olímpicos, y tanto observa una competición como toma nota de quiénes acuden a Olimpia a visitar el taller del escultor Fidias o a hacer publicidad de algún filósofo ausente o a reírse de todo ello, como el cínico Diógenes, que, al ver a unos jóvenes rodes vestidos muy elegantemente, se burló de ellos y les dijo: "Esto es vanidad". Y, cuando poco después, se encontró con algunos espartanos con túnicas mal hechas y sucias, añadió: "Esta es una clase distinta de vanidad". A Olimpia acudió finalmente el exhibicionista moral que sacrifica su vida vivida a la supuesta nobleza de su vida pensada. Fue el caso del filósofo Peregrino (95-165).

Peregrino empezó su formación filosófica en Palestina, donde se unió a la secta de los cristianos (seguidores, dice Luciano, su biógrafo, “del sofista crucificado”). Pasado un tiempo se dirigió a Egipto y se hizo cínico. Un día anunció su intención de poner punto y final a su vida consumiéndola en una pira al final de la Olimpiada del 165 dC. Él mismo agolpó un montón de madera argumentando que su pretensión era enseñar a los hombres a despreciar la vida y a no temer a la muerte. Días antes de la fecha escogida se cambió de nombre eligiendo el de Fénix, el ave que renace de las cenizas. El día fijado, cuando la luna ya se había elevado sobre el horizonte nocturno, vestido con la ropa típica de los cínicos (alforjas, manto humilde y bastón), se aproximó a la pira rodeado de sus seguidores, y llevaba como ellos una antorcha. Encendió la hoguera, se quitó las ropas, esparció incienso sobre las llamas y, pidiendo a sus dioses familiares que lo acogieran con bondad, se lanzó a la muerte.

El exhibicionismo moral es el juego de encajar en un gesto la vida pensada y la vida vivida, que las modernas Olimpiadas han convertido en espectáculo cotidiano.

stats