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Para saber si a determinada fuerza política unas elecciones le han ido bien o mal es siempre imprescindible comparar los objetivos que se había fijado con los resultados logrados. Y bien, ¿cuáles eran los objetivos confesos y proclamados del PSC de Salvador Illa en los comicios del domingo? Desalojar al independentismo de las instituciones autonómicas y poner punto final al Procés.

Pues, ni con el auxilio de unos jueces prestos a que el efecto Illa no se disipara demasiado deprisa, ni con el apoyo de un CIS lanzado con armas y bagajes a alimentar sus expectativas de voto, ni con la presencia cotidiana de Pedro Sánchez en la campaña, ni con el apoyo indisimulado de El Periódico, El País y La Vanguardia, ni con el victimismo impostado alrededor del –falso– cordón sanitario para aislar al PSC (“Conjura independentista contra Illa”, titulaba folletinescamente el diario de Prensa Ibérica), ni con todas estas ayudas ha conseguido el Partido de los Socialistas otra cosa que una victoria pírrica, de mínimos, del todo insuficiente para cambiar el escenario político catalán.

¿Significa esto que la operación Illa ha sido inútil, un bluf? Por supuesto que no. La bien escenificada irrupción del exministro de Sanidad ha servido para restablecer, en el hemisferio unionista del mapa electoral, lo que podríamos denominar el orden natural de las cosas, ese orden subvertido en 2017 por circunstancias extraordinarias. ¿Gracias al poder taumatúrgico del exalcalde de la Roca del Vallès? Gracias, más bien, al hecho de que ahora quien gobierna España es el PSOE –en 2017 lo hacía Rajoy, y el socialismo parecía condenado a un largo ayuno opositor– y al previsible pero espectacular pinchazo del globo naranja. Mientras que Ciudadanos ha sido uno partido holograma, un fenómeno mediático y de redes sin verdadero arraigo territorial, sin una estructura sólida de concejales ni una buena capilaridad dentro del tejido social, el PSC –no hace falta descubrirlo ahora– es un partido de verdad, de los de toda la vida, construido de abajo arriba a lo largo de más de cuarenta años y –a pesar de que debilitado por las escisiones catalanistas– con una capacidad de resiliencia y de recuperación que Cs no puede ni soñar.

Por lo tanto, el candidato Illa ha restaurado, dentro del campo soi-disant constitucionalista, una firme hegemonía del PSC; ha recuperado a buena parte de los electores seducidos en 2017 por Inés Arrimadas y, como muchos otros se han desvergonzado –ellos, los “no nacionalistas”– votando a Vox, esto liquida a Ciudadanos como competencia de los socialistas. Los ultras de Ignacio Garriga no lo pueden ser nunca; al contrario, resultan un sparring cómodo a base de ser caricaturesco que, por contraste, acentúa el perfil de izquierdas del PSC. Y, en cuanto al Partido Popular..., ¿qué tenemos que decir del PP catalán, que se ha quedado con un solo diputado, el heroico Alejandro Fernández, porque los otros dos escaños obtenidos pertenecen a las “independientes” Lorena Roldán y Eva Parera, esos dos fichajes estelares que han mostrado, el 14-F, una tan formidable potencia de arrastre electoral?

En todo caso, esta importante reordenación del voto unionista no tiene capacidad para hacer efectiva la gran promesa del candidato Illa, el tantas veces repetido “pasar página”; es decir, la clausura del proceso independentista y el regreso a un autonomismo de gestión amenizado con vagas promesas de mejora de la financiación y un siempre remoto horizonte federal. A favor de pasar esta página no hay ninguna mayoría perceptible en las urnas. Hay una –y esperemos que sea operativa– para gobernar la Generalitat combinando la firmeza en los principios soberanistas con el realismo y la eficacia en el día a día. Pero una mayoría política y social amplia capaz de desbloquear la política catalana, de hacer entrar el Procés en una fase de resolución, de encarrilar de manera democrática el ejercicio del derecho a decidir, oso afirmar que una mayoría así solo es posible pasando por encima de la divisoria –hoy por hoy, infranqueable– entre independentistas y unionistas. Y el problema es que el PSC –el cual, por genética, parecía tener una cierta capacidad– se muestra absolutamente refractario a hacerlo.

La campaña del presidenciable Illa, este invierno, se ha dedicado de manera exclusiva a concentrar el voto unionista, sin formular ninguna propuesta, sin hacer ningún gesto que pudiera interesar ni que fuera a la facción más tibia, más moderada, más pragmática del electorado favorable a la independencia. “En mi gobierno no habrá independentistas”, “No formaré un gobierno con independentistas”, “No puedo gobernar con ERC”, ha ido repitiendo el exministro a cada entrevista..., ¡antes de declararse víctima de un veto o de un cordón sanitario! Desde el pasado domingo por la noche, él y su partido ya saben cuáles son los límites, cuál es el techo de esta estrategia: 33 escaños y un 23% de los votantes, menos que Ciudadanos tres años atrás. Acabar con el independentismo en las urnas sigue siendo una quimera. Quizás, pues, más que pasar página, lo que haría falta es ampliar la página, y escribir nuevos párrafos con nuevas caligrafías.

Joan B. Culla es historiador

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