El documento con el acuerdo de la COP28, presentado como siempre in extremis y con todo tipo de dudas y sombras proyectándose sobre ellas, sirve indirectamente para recordarnos la importancia del lenguaje, y concretamente de las palabras, en nuestra vida colectiva. En el caso de la cumbre del cambio climático, se ve que los negociadores estuvieron hasta altas horas de la madrugada discutiendo sobre si el documento de conclusiones debía recoger, en referencia a los combustibles fósiles, la palabra abandonar (traducción de phase out, que es la expresión que igualmente sigue utilizando el presidente de las Naciones Unidas, António Guterres) o bien la expresión dejar atrás (equivalente de transition away o move away). Al final se acabó imponiendo la segunda opción, la menos contundente, y las lecturas del documento se dividen entre quienes ven el vaso medio vacío o medio lleno. Es decir, por un lado quienes lamentan que los avances que salen de estas cumbres son siempre demasiado pequeños y lentos (en comparación sobre todo con la velocidad que han adquirido los fenómenos que nos advierten de la emergencia climática). Y por otra parte, los que celebran estos avances: nunca hasta esta vigésimo octava edición las conclusiones de la COP se habían atrevido a recoger la necesidad de deshacerse de las energías fósiles. De dejarlas atrás, vaya. Y manteniendo el horizonte de la supresión de las emisiones para el año 2050. Apuntamos que seguro que la inclusión de este compromiso constituye un progreso, pero esto no quita que el ritmo de respuesta de la comunidad internacional sigue siendo desesperadamente lento y vacilante. Y no debe extrañar que cojan fuerza las visiones más negativas, que apuestan por que no habrá una verdadera voluntad política sobre el cambio climático hasta que no se produzca algún gran desastre, uno que comporte enormes pérdidas económicas. En cualquier caso, mientras se celebren estas cumbres en países que son grandes productores de petróleo y la presidencia del encuentro recaiga en magnates de los combustibles fósiles, su credibilidad será la que será.
Ahora bien: los enormes esfuerzos por incluir una palabra y no otra en un documento nos hablan, como decíamos, de la necesidad de cuidar el lenguaje. En la política catalana, y en la española, nos hemos acostumbrado al lenguaje pobre de muchos políticos, y también, en los insultos, las amenazas, las faltas de respeto y las bravatas de la derecha y la extrema derecha. Es una tendencia a combatir, porque la corrosión del lenguaje equivale a la corrosión de la democracia. La hipérbole, la ocurrencia, el disparate, el tono agrio, los gritos, también las imprecisiones, las tergiversaciones, los hechos alternativos y las medias verdades: todo esto no es inocente y contribuye a esparcir entre la ciudadanía las mentiras que acaban convirtiendo en prejuicios y expresiones de odio. El primer requisito que deberíamos exigir a nuestros representantes públicos es un adecuado uso del lenguaje. Estamos lejos, y esto tiene una repercusión directa en el mundo obscenamente encendido en el que vivimos.