En su pugna con su socio de gobierno por la bandera feminista, Sánchez ha salido del último congreso del PSOE comprometiéndose a “abolir” la prostitución. Claro que podrá aprobar leyes punitivas que sancionen el sexo de pago pero no acabar con la actividad, como mucho, meterla aún más bajo la alfombra. El efecto conocido de este tipo de legislación en todos los países donde se ha aprobado ha sido, no la mejora de la vida de las prostitutas, sino el aumento de la clandestinidad de su actividad y por tanto, el incremento de sus dificultades y precariedad –y las de las víctimas de trata–.
Por su parte, el Ministerio de Igualdad ha introducido en la nueva ley de Libertad Sexual artículos que criminalizan el entorno de la prostitución. Las trabajadoras sexuales organizadas han explicado que estos artículos van a dificultarles trabajar de forma autónoma y que pueden acabar desahuciadas. Pero el gobierno no quiere escucharlas y ni siquiera se ha sentado con ellas para saber qué piensan las que van a ser las principales afectadas por esta legislación. Sí lo han hecho PNV, Bildu, JxC, la CUP y En Comú Podem que han pedido que se retiren estos artículos de una ley que se supone va sobre el consentimiento de las mujeres. Solo sí es sí, salvo cuando se cobra por ello. Entonces no se puede –¿o no se debe?– consentir. El mensaje social que se difunde desde el Estado es que una prostituta no puede negociar sus servicios o hacer valer sus derechos. Si no pueden consentir nunca, si todo cliente es un violador ¿cómo podrían denunciar las agresiones sexuales y los abusos que sufren?
Sí, la industria del sexo es patriarcal y en ella se dan situaciones brutales de explotación. Las prohibiciones contribuyen a ello. Históricamente, la mejor manera para luchar contra la explotación ha sido poder organizarse para combatirla y la obtención de derechos laborales. Si apostamos por las penalizaciones, por dar más poder a la policía y los jueces sobre las vidas de las prostitutas, la consecuencia es que no pueden luchar contra esa explotación. También sufrirán más desahucios, multas –las de la Ley Mordaza–, que les quiten a sus hijos o acabarán en la cárcel, encerradas en CIEs o deportadas, incluso las propias víctimas de trata. Lo cierto es que si les preocupa la seguridad de las mujeres el camino es otro: es el de la descriminalización. También en la lucha contra la trata, donde son las fronteras y la falta de derechos de las migrantes irregulares las que empujan a estas mujeres a las redes mafiosas.
Cuando se habla de despenalizar y dar derechos no se habla de regular –como en Alemania– en beneficio de los empresarios del sexo, sino de dar más poder a las prostitutas sobre las condiciones en las que ejercen, que puedan hacerlo con la máxima autonomía, que tengan mayores facilidades también para poder dejarlo. Por ejemplo, en la legislación de Nueva Zelanda, el modelo más completo de despenalización, cuando las trabajadoras sexuales deciden abandonar su actividad reciben inmediatamente la prestación de desempleo. (Y no, en las oficinas de empleo no ofrecen a nadie trabajo sexual.)
Bajo este modelo se despenaliza a la trabajadora sexual, al cliente, a terceras personas como gestores, chóferes y caseros y se regula la industria sexual mediante el derecho laboral. La adquisición y la facilitación de servicios sexuales quedan sometidas a las mismas leyes sobre la explotación, acoso y violación que se aplican en los demás contextos. Evidentemente no es una solución mágica para que los peligros de la prostitución desaparezcan –sobre todo para las migrantes sin papeles– pero desde que se aprobó, las trabajadoras sexuales dicen que tienen mayor capacidad de negociación con los clientes y sus patrones, más posibilidades de autoorganizarse para trabajar solas o con compañeras –y no para terceros– y menor estigma. También se sienten más protegidas por la policía –esa otra institución patriarcal– y sufren menos abusos por su parte.
Nuria Alabao es periodista y antropóloga.