La indignidad de regularizar la prostitución
Existe consenso, en las sociedades avanzadas, que indica que determinadas cuestiones no pueden mercantilizarse. Es un criterio ético y político que supone avances en la historia de la humanidad. Tenemos claro que no pueden venderse los órganos del cuerpo o a los hijos por ejemplo, aunque dicha transacción pudiera ser voluntaria y ayudara a superar la miseria del que la realizase. Hemos acabado con la esclavitud y el trabajo infantil con criterios éticos, pero cuando se trata de la cuestión de la prostitución se levantan proclamas sobre la voluntariedad y su antigüedad, tachando de moralista el argumentario abolicionista.
La abolición de la esclavitud vista con tales parámetros no se habría producido ya que tenía su inicio en la noche de los tiempos y reportaba también enormes ventajas económicas, incluso era posible encontrar a esclavos que manifestaban que querían continuar siéndolo de forma voluntaria.
El convertir en transacción dineraria las relaciones sexuales ha supuesto que quienes paguen y por tanto dominen sean los hombres generalmente, y ha supuesto además que se normalicen comportamientos que implican la cosificación de la mujer y su despersonalización. Es una cuestión que afecta a las mujeres ya que la prostitución masculina es prácticamente inexistente, y cuando se da tiene básicamente como destinatarios a otros hombres.
No es el reproche social el elemento esencial en la devastación psíquica de las mujeres, sino el rol de dominación, de pérdida de identidad y la desigualdad y deshumanización. Es un refuerzo de la idea patriarcal de que las mujeres tienen un cuerpo cosificado, público, al servicio de los hombres y de sus deseos y al que se puede acceder como se quiera sin necesidad de que exista un deseo femenino. Si la sexualidad forma parte del desarrollo emocional de las personas y se funde con su propia personalidad, es importante mantener alejadas de tan importante aspecto todas aquellas cargas que a lo largo de la historia han evidenciado violentar una vivencia positiva.
Pese a que todos los datos indican lo que el sentido común nos revela, que las mujeres en prostitución provienen de la trata, la miseria y la marginación, el debate se polariza sobre la decisión voluntaria (se dice) de algunas y llega a asimilarse a una profesión. Profesión que nadie recomendaría a sus hijas, que aboca a la pérdida de la autoestima y del equilibrio físico y mental como consecuencia de su propia esencia y que parece no querer resaltarse pese a los estudios internacionales que lo han constatado. Supone tal contrasentido que nadie imagina su cabida en los planes formativos, anuncios de promoción del empleo y competencia sin fronteras.
Pocos defensores existen de tan brutal práctica, salvo quienes se lucran con ella. En cambio una corriente de opinión difunde la idea que la clandestinidad promueve las mafias y la trata. La experiencia en los países que han asumido el modelo reglamentarista contradice en cambio con cifras tales afirmaciones mientras que quienes han avanzado en las medidas abolicionistas ven disminuida significativamente tal lacra. La bolsa de la que se nutre esta práctica es por un lado la pobreza de las mujeres y por el otro, el concepto de que a ellas se las puede despojar de su propia sexualidad. Los proxenetas continúan manejando los hilos de un negocio que mueve millones de euros al año, que se publicita y que puede actuar en redes, en muchos casos implicadas en tráfico de mujeres. Ofrecer una reglamentación de los “servicios” en estas condiciones es reglamentar la indignidad.
Tenemos un marco legal abolicionista derivado de los tratados internacionales suscritos y una legislación penal que castiga la explotación sexual, pero no persigue al “cliente”, última esencia de tal práctica. Simultáneamente vivimos en cambio en un país en el que la patronal del proxenetismo está legalizada a través de una asociación.
Es absolutamente contradictorio tener una ley vigente de igualdad y otra contra la violencia de género y pretender regularizar la prostitución como si de una profesión se tratara prescindiendo de que lo esencial también es la igualdad y la dignidad de las mujeres. El modelo de relaciones entre hombres y mujeres avanza hacia la no discriminación, con soporte legal y políticas sociales, por tanto la decisión está en avanzar en un contexto acorde con los derechos humanos o retroceder a prácticas que supeditan tales valores a los intereses económicos.
Maria José Varela es abogada.