“No podía permitir que mis hijos no tuvieran ni regalos de Navidad”

Trabajar con seguridad y garantías es la única demanda de Lorena, una prostituta que ejerce cerca de la N-II, en el Alt Empordà

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FigueresLorena (nombre ficticio) tiene 34 años y es de Honduras. Llegó a Catalunya hace tres años con su marido y sus dos hijos. Pero al cabo de unos meses él se fue y no supo nunca nada más de él. De repente, se encontró sola y con dos niños, lejos de su país y de su familia y amigos, sin saber cómo ganarse la vida. “He intentado trabajar de todo: limpiando, de camarera o cuidando a gente mayor. Pero no tengo papeles y nadie se arriesga a cogerme”. Llamó a todas las puertas posibles pidiendo algún tipo de apoyo y en todas partes se encontró con la misma respuesta: “No podemos ayudarte”. Hasta que hace dos años tuvo que tomar la decisión más difícil de su vida: empezar a prostituirse. “Llegaba Navidad y no podía permitir que mis hijos no tuvieran ni regalos. Para ellos hago esto y todo lo que haga falta”. Primero estuvo trabajando para una agencia que tenía un piso de prostitutas en Empuriabrava. “Pero se quedaba una parte de lo que ganábamos y teníamos que cumplir unos horarios imposibles. Un día tuve que trabajar más de 24 horas y dije basta”. 

Ahora hace tiempo que trabaja a pie de carretera, en una de las vías que dan a la N-II, en el Alt Empordà. Aprovechando que en el margen de la calzada hay un descampado, pone un pequeño puesto: una silla y un parasol en verano. Suele trabajar durante el día, cuando los niños están en la escuela, y atiende a todo tipo de clientes: desde franceses que bajan solo por eso hasta transportistas, comerciales, vecinos o visitantes. “Son de todas las edades. Aquí vienen más cuando quieren un trabajo rápido y barato”. Ella cobra entre 30 y 40 euros por servicio. “Al principio tuve miedo, porque estaba aquí sola y sufría por si me pasaba nada. Pero ahora ya hace tiempo que me he acostumbrado”. 

Sin alternativas

Hace poco oyó que quieren prohibir la prostitución. “¿Y de qué quieren que trabaje? ¡Si yo lo dejaría ahora mismo! ¿Pero cómo compro comida para mis hijos? ¿Y los libros de la escuela? ¿Me lo pagarán ellos?”, dice enfadada. No tiene claro cuál es la mejor opción entre el dilema de la regulación o la abolición: solo sabe que, sin este trabajo, ella y los dos niños habrían acabado en la calle. Además, dice que aunque no se permitiera no desaparecería. “En Francia está prohibido y hay muchos pisos ilegales”. Y pone el ejemplo de los tres meses de confinamiento estricto: continuó trabajando, a pesar de que tuvo que volver a la agencia, que continuaba ofreciendo servicios a escondidas. “¿Si cuando estabais todos encerrados en casa lo hacíamos igualmente, ahora cómo lo harán? ¿Pondrán un vigilante en cada esquina?” 

Por eso solo pide poder ejercer con seguridad y garantías. “Las prostitutas sufrimos todo tipo de abusos… tendría que haber más controles en los clubes y que nos permitan trabajar en algún lugar seguro, no tiradas en una carretera o en un piso, donde nadie sabe nunca qué pasa ni qué se hace”. Además también querría poder ponerse enferma sin tener que ir al trabajo. “He venido a trabajar con fiebre, con gastritis y encontrándome fatal. Y cada vez que los niños se ponen enfermos sufro porque quizás no podré ganar nada durante días”. 

Dosier Prostitutas: ¿víctimas o trabajadoras?
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