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Relaciones y abusos en el trabajo: cambio de paradigma

Una mujer periodista toma notas.
Artista, filóloga e investigadora en 'performance studies'
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El viernes 10 de enero hubo un debate en Catalunya Ràdio que refleja el estado de confusión provocado por el cambio de paradigma sociocultural que estamos viviendo. La conversación, un documento sonoro digno de análisis, giraba en torno a la ola de #jotambé sobre el acoso sexual en el trabajo (más concretamente, en los medios audiovisuales). Todo el mundo iba con pies de plomo a la hora de comentar. Sin embargo, hubo algún silencio sostenido muy cargado de tensión. Ricard Ustrell mencionó que había conocido a su compañera, y madre de sus hijos, en el trabajo. Y cuando se abordó la legitimidad de las relaciones en las que existe una jerarquía laboral, una asimetría de poder, soltó un "estamos perdidos". Tanto los silencios como éste no tener claro dónde quedan las coordenadas hacen evidente que el relato sociocultural ha entrado tanto en crisis que ya no nos sirve. En el trabajo surgen todo tipo de relaciones y no es aquí donde habría que poner el foco, sino en el hecho innegable de que, con demasiada frecuencia, las mujeres hemos tenido que esquivar, de aguantar, las pasiones pasajeras de los hombres de los que dependíamos laboralmente. Es ésta la dinámica que queremos ahorrar a las nuevas generaciones.

Quienes cortan el bacalao tanto a escala local como global siguen siendo los hombres (Trump, Musk, Putin, Netanyahu, Xi, Zuckerberg, Bezos, Altman, Gates, Hastings, Iger). Datos en mano, cualquiera diría que los cambios que ha provocado el feminismo son todavía poco profundos: los hombres siguen marcando el destino del mundo. En estas circunstancias, que se reproducen a pequeña escala en la gran mayoría de entornos laborales, las mujeres debemos intentar encontrar nuestro sitio. El gran condicionante que sufrimos las mujeres en el mundo profesional, pues, es un desequilibrio sistémico que, hasta ahora, había dado manga ancha a quienes ocupaban cargos de cierta responsabilidad. Ellos hacían y deshacían, porque podían. El relato social legitimaba sus acciones. Pero en el momento en que algunas mujeres se han atrevido a poner nombre y apellidos a los abusos de poder, el espejismo de normalidad se ha roto. Ahora bien, es necesario remarcar que el contexto era otro. Como dice el historiador David Lowenthal, el pasado es un país extranjero: se hacían las cosas de otra forma. No podemos juzgar al pasado con los estándares del presente. Así como unas no teníamos el vocabulario para poner nombre al abuso de poder, otros tampoco. Los hombres no sabían ver hasta qué punto sus actos concretos, aparentemente poco significativos, formaban parte de una violencia estructural que condiciona (va) las carreras profesionales, la vida, de las mujeres. Todos somos víctimas de los roles y las estructuras argumentales que son la norma, pero, que quede claro, nosotros hemos salido mucho peor paradas. De ahí el malestar. Lo que evidencia todo este debate es que, además de condenar los delitos, cabe señalar cuestiones que quedan al margen de la legalidad, pero que son muy importantes para nuestra convivencia. Y estas cuestiones dependen de un relato que construyamos conjuntamente. Y dado que el relato, el paradigma, ha entrado en crisis, la consecuencia inevitable es la tensión social.

Porque todavía estamos inmersos en este cambio de paradigma, hay una tendencia a la minimización: "No hay para tanto", "Podrías haberse marchado". Parece que no se entienda que una persona que está en prácticas se encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad. Quien es responsable también debe ser consciente de ello: la otra persona se lo juega todo, tú no tienes (tenías, que las cosas están cambiando) nada que perder. También parece que no se entienda que en otros trabajos también podrías volver a encontrarte con una situación similar. Porque este tipo de comportamientos, tal y como demuestra la ola de #jotambé, ha sido bastante habitual. Para terminar de matizarlo, añado un par de ejemplos personales y recientes a la ola de casos que ilustran esta violencia estructural. En una fiesta, hace un año, me encontré con un hombre del mundo de la cultura con el que me había cruzado, de paso, en un stage de creación. Me dijo "Ahora no sé si nos conocemos o te he tirado los trastos alguna noche, perdona". Poco rato después me estaba invitando a llevar un proyecto a un festival comisariado por él (pero el equívoco ya estaba servido). Otro caso: en una primera conversación con otro hombre del mundo de la cultura , me propuso un par de proyectos interesantes. Estaba perfectamente capacitada para llevarlos a cabo, pero enseguida quedó claro que había otros intereses más allá de los profesionales (hasta que me preguntó directamente si era feliz con mi vida familiar) ). Si nos encontramos tan a menudo con estos "equívocos" con hombres que tienen poder, y si la mayoría de personas de las que dependemos laboralmente son hombres, ¿qué se supone que debemos hacer? nosotros mismos. Ha modificado nuestros pasos, nuestras posibilidades, nuestro futuro.

Gracias a las mujeres valientes que se han expuesto a ser juzgadas por intentar cambiar este paradigma (por un lado, perdemos oportunidades por las pulsiones de ellos; por otro, porque les da miedo que hagamos un artículo), ha quedado claro que somos muchas las personas que pensamos que ya no sirve. Una aclaración final: el #metoo nada tiene que ver con el puritanismo ni con ningún tipo de regresión sexual. La gente nos gustamos y deseamos. Y como pasamos mucho tiempo en el trabajo, pueden surgir todo tipo de encuentros y relaciones. Pero no deben ser un punto de partida, no deben ser unilaterales, no deben comprometer la estabilidad y el futuro de la otra persona. Hasta ahora, en el trabajo, hay muchos hombres que han sacado o querido sacar rédito sexual del poder. Éste es el paradigma sociocultural que queremos cambiar.

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