Sinhogarismo: no hacemos todo lo que podemos

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Una persona durmiendo en la calle al Paseo de Gràcia de Barcelona.

Según las Entidades Catalanas de Acción Social (ECAS) en Catalunya hay al menos 25.000 personas que no tienen hogar. Viven directamente en la calle, en albergues para personas sin hogar o en viviendas temporales como los refugios para mujeres. La estrategia integral para el abordaje del sinhogarismo en Catalunya, diseñada por la Generalitat en 2017, y que buscaba crear un marco común de metodologías para atender esta problemática, hablaba también de casi 22.000 personas que vivían en viviendas inadecuadas, como por ejemplo asentamientos y barracas, sin acceso a los suministros básicos.

La falta de datos oficiales no es un problema solo en Catalunya, donde entidades como Arrels instan a los municipios a llevar a cabo recuentos de las personas sin hogar. HOGAR SÍ (Fundació RAIS) estima en 33.000 las personas que viven en la calle en toda España. Es, más o menos, la población de una capital de provincias. De hecho, en palabras de su subdirectora, el problema del sinhogarismo en España es equivalente a gestionar la ciudad de Soria. A pesar de no ser una tarea sencilla, tendríamos que poder encontrar solución.

Vivir en la calle mata. La esperanza de vida de aquellos que no tienen techo es 30 años inferior a la de los que tenemos la suerte de contar con un hogar. Desde los problemas de victimización, puesto que más de la mitad de las personas que viven en la calle han sido víctimas de un delito, hasta no poder alimentarse correctamente, o dormir de manera estable. Y a pesar de que afecta más a los hombres, puesto que ellas tienden a tener más redes de apoyo, cuando una mujer llega a vivir en la calle lo hace en una situación de deterioro mucho más avanzada. 

La duda está en por qué, si estamos hablando de pocos miles de personas, seguimos sufriendo un problema de sinhogarismo. Es un problema que durante la pandemia se hizo más evidente, al confinarnos todos en casa y quedarse en la calle aquellos que no tenían donde protegerse. En todo el Estado hay 20.000 plazas para personas sin hogar. La gran mayoría en albergues o pisos compartidos. Pero este sistema no funciona. Y no solo en nuestro caso, sino en ningún país que haya intentado acabar con el sinhogarismo con camas en albergues. Poder crear un proyecto vital, con objetivos y esperanzas personales, pasa de entrada para contar con un lugar estable donde vivir, y poder tener, si se quiere, una familia. Las plazas en los albergues y hoteles no solo son caras para la administración, sino que no dan respuesta a la necesidad real de aquellas personas que viven en la calle. Su aspiración no es tener un techo y un colchón, sino un hogar. 

El sistema actual, además de la gran institucionalización que implica, se basa en un modelo “meritocrático”: hay que cumplir unos requisitos estrictos para poder acceder a soluciones públicas. Poder tener un alojamiento permanente es una carrera de obstáculos que empieza cuando  se entra en un alojamiento de emergencia y continúa mientras se van cumpliendo compromisos para acceder a diferentes servicios. Al final, gran parte de los participantes en estos programas acabando cayendo por el camino, volviendo a la calle. Es, pues, un sistema que perpetúa el sinhogarismo, y que, a la larga, tiene un coste notable para las arcas públicas. Países como Finlandia optaron por un modelo basado en los derechos de las personas, priorizando el acceso a la vivienda, que se garantiza desde el principio. Esto permite a las personas sin hogar tomar sus decisiones sin estar condicionadas por el hecho de no tener o de no saber si lo mantendrán en un futuro. En 7 años han conseguido reducir en más de un tercio las personas que viven en una situación de sinhogarismo, y han pasado de tener 2.000 plazas de albergue a solo unas 50. 

En España contamos también con una evaluación rigurosa de una iniciativa de estas características, el programa Hábitat. Desde HOGAR SÍ y Provivienda se ha analizado este modelo en 12 ciudades, incluyendo Barcelona. Los resultados son claros: con un coste muy parecido al sistema de albergues, se consigue un cambio real. Dejamos de perpetuar el sinhogarismo, las personas participantes ganan en bienestar y salud y se reducen las tasas de depresión o soledad no deseada. A su vez, la gran mayoría mantienen su vivienda un año y medio después de obtenerlo. En Barcelona está también el programa Primer la Llar, con resultados muy esperanzadores.

Estos modelos locales tendrían que generalizarse, porque, hasta ahora, las políticas estatales han hecho siempre lo mismo: aplicar modelos que, en el fondo, perpetúan situaciones de pobreza. No podemos esperar que generen un cambio real en la vida de las personas. Y esta es, según la famosa formulación, la definición de locura: hacer siempre lo mismo esperando cada vez resultados diferentes. Tenemos que dejar de repetir el mismo sistema y confiar en la innovación social de las experiencias locales, que nos permitirán mejorar la vida de los ciudadanos, en muchos casos reduciendo el coste para la administración a largo plazo. Y la clave para saber si estos modelos funcionan, más allá de nuestros sesgos y prejuicios, es el triángulo mágico de medir, evaluar y difundir los resultados.

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