En Cataluña, más de 430.000 niños y niñas viven en riesgo de pobreza o exclusión social. Sus familias no ingresan lo suficiente para cubrir las necesidades de crianza, pasan frío en invierno, a menudo no tienen garantizada una alimentación nutricionalmente adecuada y sus padres y madres están en paro, o trabajan menos de lo que quisieran. Podríamos suponer que tener un estado del bienestar que garantiza un conjunto de derechos básicos, de forma universal y gratuita, como la sanidad y la educación, y de contar con gobiernos autonómicos con cargo a los servicios sociales, las prestaciones de renta mínima y las políticas de inclusión social, nos alejarían de sufrir importantes niveles de pobreza infantil. Esto sin hablar de la llegada del ingreso mínimo vital (IMV), el gran sistema de garantía de rentas complementario a las prestaciones autonómicas. Pero la realidad es terca, y no entiende, de suposiciones.
Poco más del 10% de los hogares que están en una situación de pobreza en Cataluña reciben la renta garantizada de ciudadanía (RGC), la renta mínima autonómica. Muchas familias no pueden acceder a esta ayuda porque superan el umbral de renta exigido, que posiblemente sea demasiado bajo, o porque alguno de sus miembros trabaja. Y de las que pueden muchas no le solicitan por desconocimiento, o porque se pierden en el laberinto burocrático y de esperas –y silencios– que supone pedirlo. En lugar de agilizarlo, el IMV sumó confusión en el proceso de solicitud. Y si bien debería aumentar el impacto de estos mecanismos de garantía de ingresos en la reducción de la pobreza, las bajas cuantías de estas ayudas, sus requisitos y las trabas administrativas acaban minando su eficiencia.
Nuestro estado del bienestar es mucho mejor reduciendo el riesgo de pobreza de los mayores de 65 años –que está dos puntos por debajo de la media europea– que de los menores de 18 –5 puntos por encima de Europa–. Y si bien las prestaciones sociales no son la única forma de luchar contra la pobreza infantil, sí que nos indican que no estamos apuntando en la dirección adecuada. Nuestros datos muestran un componente estructural de la pobreza infantil y de la persistencia de la pobreza intergeneracional. La pobreza se hereda, y los niños y niñas que crecen con carencias materiales tienen más probabilidades de seguir siendo pobres de mayores. La pobreza infantil estropea un ascensor social que históricamente nunca nos ha funcionado muy bien.
Hace pocos días la Generalitat acordó diseñar una Estrategia de lucha contra la pobreza infantil en Cataluña, tarea que piensa llevar a cabo en los próximos cinco meses. Es un reto ambicioso, no sólo por las dimensiones del problema al que debe dar respuesta, sino por las distintas formas de afrontarlo. Sin una estrategia que defina unos objetivos claros y pueda organizar las diferentes áreas y niveles de gobierno implicados, las soluciones no dejarán de ser temporales. Y, al mismo tiempo, es necesario mejorar la gestión de la información tanto de los programas como de las familias, no sólo para mejorar su atención y permitir un enfoque multidisciplinar, sino también para generar evidencias suficientes para evaluar cuáles son las intervenciones más eficientes. Debemos generar ambas cosas: mejores políticas y mejores datos para estimar sus impactos. Es un largo camino, pero no hay alternativa. Ni para los niños que viven y crecen en pobreza, ni para el país.