El ataque a Ucrania

Miles de refugiados ucranianos se han ido de Catalunya por la falta de trabajo y los alquileres desorbitados

Las familias de acogida denuncian que no han recibido ayudas económicas y que han tenido que hacer frente a todos los gastos de manutención

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Olga Babitxeva y su hijo al ferry que los llevó en Inglaterra

BarcelonaPor tercera vez en seis meses Olga Babicheva ha tenido que hacer las maletas. La primera fue cuando los bombardeos sobre Kiev la hicieron decidir irse con su hijo y su marido, atravesar en coche media Europa y llegar a una Barcelona que empezaba a reaccionar en la acogida de refugiados. A diferencia de otras veces, en esta ocasión la UE se dio prisa en abrir un plan de protección especial que otorga a los ucranianos dos años de libertad de movimiento por el continente, el acceso a la sanidad y a la escolarización de los hijos y un permiso de trabajo. 

Pasado medio año, Babicheva confiesa que no se habría imaginado que hoy el conflicto todavía estaría vivo y todavía menos que seguiría lejos de casa. “Mi cabeza siempre está en Ucrania”, explica desde Yeovil, la ciudad inglesa donde se acaba de instalar. En Barcelona la familia estuvo unos meses en un albergue de la Generalitat. En un segundo movimiento, aceptaron trasladarse a un hotel de Alicante de la mano de Cruz Roja, porque era la única manera de quedarse con su perrito. Allí, dice, estaban “muy alimentados y sin pagar nada”, pero se fueron a Inglaterra desanimados por la expectativa de tener que vivir de la beneficencia. En Yeovil viven, de momento, con una familia de acogida, el matrimonio trabaja en un restaurante y el niño ya está escolarizado. “Nos gustaba España, pero el problema es encontrar un trabajo, porque, sin el idioma, a mi marido solo le ofrecían la construcción, mientras que aquí hay más trabajo y mejores salarios”, afirma.

Son muchos los refugiados ucranianos que han tomado la decisión de irse de Catalunya porque "no han encontrado lo que esperaban", explica Andrei Antonovsky, presidente de la entidad Ucracat, que señala que el proceso de acogida en España ha sido "menos ágil, menos eficiente y menos transparente" que en países como Alemania y Francia. Esto ha hecho que incluso haya un grueso de gente que ha preferido salir del sistema de protección y buscarse la vida por su cuenta. De hecho, de los 53.500 que ha atendido la Cruz Roja, entre los cuales había algunos que solo estaban de paso hacia otros lugares o han hecho parada, quedan menos de la mitad, 22.430.

El coordinador en Catalunya de la entidad, Enric Morist, apunta a que la falta de plazas de alojamiento ha obligado a la entidad a trasladar a más de 4.000 ucranianos a otras comunidades, cifra que se añade a los millares que ya han optado por volver a Ucrania o a países próximos. Además, el flujo de llegadas va a la baja y se ha pasado de centenares al día a una sexagésima a la semana, la mayoría por reagrupamientos familiares o para recibir tratamientos médicos. Siete de cada 10 refugiados conviven con familias y el resto lo hace en hoteles y pisos ofrecidos por la Cruz Roja (4.200) y albergues de la red de juventud de la Generalitat (154).

El obstáculo de alquileres

Katerina Marhitich, ucraniana con 15 años de residencia en Catalunya y socia de Ucracat, ha acogido hasta hace poco a dos familias: una ha vuelto al país aprovechando una ventana de calma en el conflicto y la otra se ha instalado por su cuenta en Sitges. “Muchos tienen dinero, pero no encuentran vivienda”, constata. A pesar de que los refugiados han podido acceder a sus ahorros, los desorbitados precios del alquiler están siendo uno de los grandes obstáculos a la hora de emanciparse del cobijo solidario, a pesar de que acogidos y acogedores son conscientes de que la convivencia es incómoda para todos, puesto que está siendo más larga de lo que se preveía. Es el caso de Dimitri y Natalia –prefieren no identificarse–, a quienes la guerra los pilló de vacaciones con sus hijos pequeños y han estado tres meses acogidos en un piso de Barcelona. A pesar de que la convivencia fue muy buena, la pareja se ha trasladado a un pueblo de Castellón con pisos más asequibles. Nunca quisieron entrar en el programa de Cruz Roja y sobreviven con la tranquilidad que les da el sueldo del marido, que no ha dejado de trabajar –teletrabajar– de informático.

El alargamiento de la guerra, que se auguraba rápida, ha hecho que la corriente solidaria se haya estancado y ahora las aportaciones económicas o donaciones de productos para refugiados sean mínimas, hasta el punto de que se han cerrado iniciativas nacidas para dar respuesta a la crisis. Pero para Morist es “comprensible”. En la misma línea, la secretaria de Familias, Mireia Mata, celebra que “la solidaridad sea más ordenada y comunitaria”.

La gran decepción

Nicci Mende se involucró desde el primer día en la solidaridad en Badalona, acogiendo familias, buscando comida, pero al final se ha ido desanimando, porque ha visto que ni recibían ayudas institucionales ni el Ayuntamiento era capaz, razona, de dar alternativas a los refugiados para que pudieran vivir autónomamente. "Entonces, ¿cómo los ayudamos?", pregunta. Por eso participa con la ONG internacional Dao, que estos días entrega material a soldados, hospitales o familias sin casa sobre el terreno.

Los que han ayudado se sienten desbordados por el peso emocional y también la falta de ayudas económicas. Mata responsabiliza al Gobierno español por no haber transferido los fondos europeos comprometidos, pero lo cierto es que la Generalitat tampoco lo ha hecho y no será hasta este mes que empiece a pagar, "con carácter retroactivo, la prestación de 400 euros a las familias de acogida de 200 menores tutelados por la DGAIA", señala Alexis Serra, secretario de Infancia. El dinero lo espera Tanu de Terrassa, que fue a recoger a 90 criaturas que acogía desde hacía años. El presidente de la entidad, Josep Muñoz, se queja que han tenido que pagar "ropa, comida y material escolar", y detalla que un puñado de menores han ingresado en un centro por la mala convivencia. “Nos pensábamos que serían tres meses y ahora no sabemos cuánto durará”, admite Muñoz. La misma incertidumbre que tienen los ucranianos.

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