“Me salvaron la vida, pero he tenido que renunciar a mis ilusiones”
Yolanda, Eva y Laura explican cómo es la vida después de un trasplante
BarcelonaNo tiene ninguna duda. El día que los médicos le comunicaron que necesitaba un trasplante de pulmones fue “el peor” de su vida. “No se está preparado para escuchar la palabra trasplante porque lo equiparas a la muerte”, reconoce Yolanda Fernández, trasplantada bipulmonar. “Me dijeron que me quedaban dos años de vida y empieza entonces una cuenta atrás. Tenía 41 años y piensas: «Me moriré si no llego al trasplante». Al principio no te lo crees, lloras y, después, lo aceptas”. A los 30 años, tenía solo un 60% de capacidad pulmonar debido a una enfermedad de predisposición genética –neumonitis por hipersensibilidad a las palomas– que fue empeorando hasta el punto de necesitar un trasplante de los dos pulmones hace tres años y medio. Aun así, lo que más le costó fue aceptar ciertas renuncias. “Fue más duro renunciar a las ilusiones de mi vida que el trasplante. Me han salvado la vida, pero he tenido que aceptar que no podré ser madre y que no puedo trabajar de maestra”. Tiene que mantenerse lejos de los virus para evitar infecciones. Sin embargo, ha sabido canalizar su energía en buscar nuevas motivaciones, como por ejemplo la presidencia de la asociación Aire de enfermos pulmonares.
Eva Casanovas también ha tenido que renunciar a la maternidad: “Me lo desaconsejaron”. La medicación para evitar el rechazo puede tener efectos sobre el desarrollo del feto y también aumenta el riesgo de tener un rechazo crónico. Eva ha crecido entre batas, sesiones de diálisis y camas de hospital. Ha recibido tres trasplantes de riñón, el primero con solo 11 años y el último con 36. El tercero, dice, es el definitivo. Los dos primeros fallaron -el primero se lo dio su madre-, pero la diálisis era su airbag, lo que le permitía seguir viviendo mientras estaba en la lista de espera. “En aquella época le dijeron a mi madre que tendría hija hasta que la máquina aguantara". Dice que la enfermedad, sin embargo, no le ha impedido hacer nada. “Porque cuando vives desde pequeño una enfermedad crónica hay muchas cosas que ni te planteas, te adaptas mejor que un adulto, y no he dejado de hacer nada por la diálisis”, dice Eva, que ha estado más de 13 años haciéndola.
Ella ha convivido con una insuficiencia renal crónica desde niña y a su lado ha estado siempre, además de su familia, el urólogo y jefe clínico del Hospital de Bellvitge, Lluís Riera. Se conocen desde que Eva tenía 15 años y se sometió al segundo trasplante. Él era entonces residente. “El caso de Eva es paradigmático de la enfermedad renal crónica y del tratamiento renal sustitutivo. Cuando el riñón trasplantado falla y tienes que volver a hacer diálisis, es muy duro para los pacientes”, explica Riera, que destaca, sin embargo, “la sonrisa y el optimismo” con que siempre ha afrontado Eva la enfermedad. “Conectamos desde el primer momento y ha sido un punto de referencia. Él siempre ha estado en mi vida y se lo tengo que agradecer”, constata Eva.
La angustia de esperar un órgano
Laura Geli sufre una hepatitis autoinmune que se había mantenido a raya hasta que, prácticamente de un día para el otro, empeoró de manera muy rápida. Perdió mucha masa muscular y en cuestión de dos meses pasó de estar bien a necesitar un trasplante de hígado. Explica que se viven con “angustia” las pruebas para saber si serás apto para un trasplante. “Tienes emociones contradictorias y no se las puedes explicar a nadie”. Ella lo plasmó en el libro Reinici. Las tres se encontraron hace unos días, en una jornada organizada por la Organización Catalana de Trasplantes (OCATT) con motivo del Día Nacional del Trasplante, para hablar de esta experiencia compartida y poner cara a las cifras. Después de la parada temporal por el covid, los trasplantes en Catalunya se recuperan progresivamente y en 2021 se volvió a superar la barrera del millar de trasplantes.
Laura reconoce que cuando ya superó el trasplante y ya todo el mundo le decía que “podía estar contenta” es cuando cayó en una depresión. “Cuando acabó todo es cuando más triste me sentía. Recuerdo decirle a la enfermera: «Ya ha pasado todo, pero yo solo lloro». Y ella me dijo que le pasaba a muchas personas. Vas aguantando y después tienes que hacer vida normal y ya no sabes, te ha cambiado todo. Yo llevaba una vida muy activa y, de pronto, todo se para, tu vida cuelga de un hilo y estás a la espera de un donante y la decisión de la familia. Es un proceso y cada cual lo pasa a su manera”, reconoce. Gonzalo Crespo, hepatólogo del Hospital Clínico, es uno de los profesionales que la han acompañado y explica que lo que le pasó a Laura, a pesar de que “se expresa poco”, es bastante común porque “es una situación vital rompedora”. Por eso, opina que hace falta asesoramiento psicológico y reconoce que, si bien este apoyo lo está haciendo el personal de enfermería como puede, esta es “una carencia del sistema sanitario”.
También Yolanda reconoce que vivió con angustia la espera del donante. Estuvo un año en lista de espera, tiempo durante el que preparó cuerpo y mente. Hacía marcha nórdica. Cuando empezó andaba diez kilómetros diarios y, hacia el final, ya solo podía hacer dos. “Y ahí me asusté porque veía la cuenta atrás y te angustias porque llegue un donante a tiempo y te llamen”. A su lado, Cristina Berastegui, médico del servicio de neumología del Vall d'Hebron, explica que ella siempre les dice a los pacientes que “la lista de espera desespera”. Los profesionales cuentan con herramientas para clasificar a los pacientes en la lista de espera según su gravedad. “E intentamos que las personas que están más graves tengan la oportunidad de trasplante antes, pero, a veces, a pesar de hacerlo bien, las enfermedades progresan muy rápido”, explica. Gonzalo Crespo admite que es una situación “complicada” de gestionar, puesto que “los pacientes que están en la parte más alta son los que están más graves, pero también los que tienen más riesgo de sufrir complicaciones y no llegar a tiempo”. Son decisiones que se toman en consenso. Laura, en cambio, no tuvo tiempo de prepararse. “Me fui degradando muy rápido y estaba muy cansada, pesaba 70 kg y acabé con 45”, recuerda.
La vida de después
Las tres tienen palabras de agradecimiento para los donantes. “Siempre pensamos en el donante, es el acto de generosidad más grande”, dice Laura. “Es un regalo que nos han hecho para volver a vivir con calidad”, añade Yolanda. “Ellos son la clave. Les doy las gracias porque, si no fuera por ellos, no podríamos estar aquí”, argumenta Eva. El trasplante les ha cambiado la vida. La primera liberación para Yolanda fue desprenderse del peso de llevar encima 24 horas una máquina de oxígeno. “Tengo una segunda oportunidad. He dejado de ser una persona enferma. Tenemos dos vidas, la anterior al trasplante y la de ahora”, razona. Hace unos meses cumplió un sueño: subir una cumbre de 2.600 metros de altitud y esquiar; y comprobar que no se ahogaba y los pulmones respondían. “Me emocioné mucho. Ha sido un regalo de la vida ver que era la misma que antes de estar enferma”. También Eva, que siempre se ha adaptado a la situación y creía encontrarse bien, notó el cambio con los nuevos riñones: “Es que entonces te encuentras superbién y dices: «Pues quizá no estaba tan bien». Y, de pronto, tienes todo el tiempo del mundo, ya no tienes que hacer diálisis”, destaca. Riera explica que el cambio en la calidad de vida lo notan más los pacientes que estaban en diálisis. Laura puede hacer vida “relativamente normal”. Se obliga a ir a andar, a bailar y a cuidarse. “Y el día que no estoy bien, me quedo en casa”, explica.
“Pueden llevar una vida normal, pero no es lo más habitual. Aspiramos a la normalidad, pero la normalidad plena no es posible. Les quitamos una enfermedad, pero les regalamos otra: el trasplante en sí. Y el abanico de efectos secundarios es muy variable. Hay gente que se plantea si les ha valido la pena”, admite Crespo. El riesgo de rechazo al órgano es el efecto secundario propio del trasplante, pero los pacientes también pueden tener efectos secundarios derivados de la medicación que toman para prevenir el rechazo, como riesgo más elevado de cáncer, complicaciones cardiovasculares, diabetes, hipertensión, colesterol más alto que la población general, más riesgo de infarto y de ictus, efectos renales, cefaleas o temblores.
Vivir como si fuera el último día
“El objetivo del trasplante es que hagan vida normal sabiendo que habrá cosas que no podrán hacer”, dice Cristina Berastegui. En el caso del trasplante de pulmón, por ejemplo, los pacientes tienen que tener más precaución con las infecciones, puesto que es un órgano expuesto al exterior. “No consiste en meterse en una urna, sino que puedan relacionarse y hacer vida normal, pero con precaución. Después del trasplante tienen que ser responsables de su salud”, argumenta.
Lo primero que preguntan los pacientes es la fecha de caducidad del órgano trasplantado. “Les decimos que a los cinco años pueden tener, de media, un rechazo y hay quien vive obsesionado con esta fecha”, explica Cristina Berastegui. La mayoría, sin embargo, vive al día, como Yolanda: “Vivo el día a día intensamente, como si fuera el último día de mi vida. Antes de trasplantarte todos pensamos en el futuro. Una vez trasplantado, no. Si quieres hacer una cosa, la haces”.
- Eva Casanovas: 53 años, trasplantada tres veces de riñón A los 11 años, sus riñones ya empezaron a dar problemas –sufre una enfermedad renal crónica– y empezó a hacer diálisis. A los 13 años le hicieron el primer trasplante de riñón de donante vivo, su madre, pero la intervención no fue bien y al cabo de 48 horas le tuvieron que retirar el órgano de urgencia. Entró en lista de espera para un nuevo trasplante y a los 15 años se sometió a un segundo trasplante de riñón que le duró 8 años. Estuvo en diálisis 13 años y sufrió un ictus, hasta que con 36 años se sometió al tercer trasplante y hasta hoy. Tiene la seguridad de que este riñón es el definitivo y por eso no piensa en el futuro. “Estoy convencida de que este es el riñón para mí. En los otros trasplantes tenía miedo; en el tercero, no”.
- Yolanda Fernández: 46 años, trasplantada de pulmones Hace tres años y medio recibió un trasplante bipulmonar. Tenía una enfermedad de predisposición genética, neumonitis por hipersensibilidad a las palomas. Con 30 años solo tenía un 60% de capacidad pulmonar. Tuvo una fibrosis pulmonar, tenía un cansancio extremo y empezó a perder capacidad pulmonar progresivamente. La enfermedad avanzaba tan rápido que le dieron dos años de vida. Estuvo un año en lista de espera hasta que recibió los preciados pulmones.
- Laura Geli: 58 años, trasplantada de hígado Sufre una hepatitis autoinmune desde los 18 años que ha mantenido bajo control durante 40 años con medicación y haciendo una vida completamente normal. Hasta que hace siete años, de repente, se empezó a encontrar mal, estaba muy cansada y sufría hemorragias internas. El hígado dijo basta y le hicieron pruebas para ver si era candidata a trasplante. Explica que se fue degradando muy rápido, tuvo una embolia y pasó de pesar 70 kg a 45. Hace siete años, con 51 años, le hicieron el trasplante. Plasmó su experiencia en el libro 'Reinici', para explicar muchas de las emociones que se le habían quedado adentro.