Del decorum victoriano a los pezones al aire: cómo ha cambiado la ropa de baño
Mostrar el cuerpo casi desnudo en las playas ha necesitado prácticamente un siglo de evolución de los bañadores femeninos y de la aceptación social
BarcelonaAtención a estas palabras de hace más de un siglo: "Mallas completas para el baño. Bañadores de jersey. Lectoras en los alrededores de Boston. Venid y examinadlos. 109, Kingston St., Boston, Mass. Enviad un sello para conseguir el catálogo". Este anuncio de la compañía Holmes & Co apareció publicado en el semanario Harper’s Bazaar de finales de junio del 1898, acompañado de la ilustración de una señora equipada para ir a la playa. En la época victoriana, esto significaba llevar un vestido oscuro, de cuello cerrado y manga tres cuartos, que tapaba las rodillas. Y, debajo de la falda, unas mallas de baño que cubrían incluso los pies, y que representaban una mejora respecto a los tradicionales pantalones de lana. Los hombres también tenían que ser decorosos a la hora de disfrutar de jornadas marítimas mixtas. La doble moral victoriana ya no permitía que se bañaran desnudos, una costumbre que Thomas Eakins había retratado magistralmente en el cuadro The swimming hole (1885). El uniforme playero de los hombres era casi tan farragoso como el de las mujeres, pero pronto mutó en uno más ligero: una camiseta de manga corta y unos shorts por encima de la rodilla, los dos de algodón y bastante ajustados, como muestran los catálogos de los grandes almacenes Sears de principios del siglo XX.
En la rueda de la historia de la indumentaria, a veces los cambios llegan cuando una mujer valiente levanta la voz ante las injusticias. Y esto pasó con la moda de baño. Un día de verano del 1907, la nadadora y actriz australiana Annette Kellermann se plantó en una concurrida playa de Boston con un bañador de una sola pieza que solo le dejaba parte de los brazos al aire. Ella era una gran deportista –además de una entusiasta vegetariana– y no soportaba la obligación de bañarse con vestido y mallas por la incomodidad que le ocasionaba. A raíz de aquel escándalo, la policía la detuvo y pasó la noche en comisaría, pero Kellermann consiguió su objetivo: que la prensa hablara de su atrevimiento y, más importante aún, que muchas mujeres anónimas la imitaran como muestra de apoyo. Así fue como el bañador victoriano fue diluyéndose de los espacios públicos y su lugar lo ocuparon diseños que, año tras año, recortaban púdicamente los centímetros de tela para mostrar más centímetros de carne.
Superados los estragos de la Primera Guerra Mundial, los años 20 se presentaban felices. El turismo de élite tomaba fuerza tanto en Europa como en Estados Unidos y lucir la piel bronceada ya no era sinónimo de clase trabajadora sino de adinerados que podían permitirse veranos largos y complacientes al lado del mar. En este contexto, la ropa de baño vivió un punto de inflexión y tomó vida propia. Repasando antiguos catálogos y revistas de moda de la época, se observa que ya abundan camisetas más o menos largas y pantaloncitos más o menos cortos que permitían a las mujeres lucir piernas y brazos decorosamente. Además de diferentes tipos de tejidos y estampados, también se ofrecían accesorios a juego como turbantes, parasoles y zapatillas de baño. En paralelo, el look masculino para ir a la playa continuaba basándose en el dos piezas, pero con la ventaja que la camiseta perdió las mangas y se fue convirtiendo en una de estilo impere. Ellas tendrían que esperar un poquito más para lucir hombros.
La ropa de baño siguió evolucionando a medida que avanzaba el siglo XX. “Los Jantzens son siempre juveniles. Sobre esta cuestión no hay ninguna duda: hay juventud en todas las costuras de un Jantzen. El verdadero arte del diseño y el ajuste impecable se han capturado con una calidad exclusiva”. Así promocionaba la compañía Jantzen –fundada el 1916 en los Estados Unidos y uno de los principales fabricantes mundiales de moda de baño– sus nuevos lanzamientos para el verano del 1932: el Sunaire, el Shouldaire y el Sun-Basque, tres bañadores de tirantes –ahora ya sí–, ajustados y coloridos, el primero del cual mostraba una gran innovación: unos cortes laterales que dejaban ver parte de la cintura. Un efecto cut-out que, paradójicamente, también triunfó entre los bañadores masculinos. Los hombres ya iban lanzados para poder volverse a bañar a pecho descubierto y no tener que esconder nunca más sus pezones. Y toda la parafernalia surfista que venía de Hawaii ayudó a normalizar esta situación. De hecho, a mediados de los años 30 esta práctica masculina ya estaba permitida en algunas playas y piscinas norteamericanas. Solo fue cuestión de tiempo que se popularizara por todas partes. Ahora bien, poder bañarse a pecho descubierto comportó una modificación indumentaria: como los shorts ya no podían ir ligados a la camiseta, se tuvo que incorporar un pequeño cinturón para mantenerlos a lugar. Así lo defendía la compañía neoyorquina Gantner en un anuncio publicado el 1934 en la revista Esquire: "Solo hay un Wikie genuino, ¡con una cintura alta, patentada y ajustada que no bajará!” Y el dibujo de un hombre joven de cuerpo atlético da fe.
Lo que tampoco bajó fueron las ganas de las mujeres de mostrar más su cuerpo o de hombres dispuestos a hacerlo por ellas. El pionero fue el modisto francés Jacques Heim, que el 1932 presentó en París el bañador más pequeño del mundo: se llamaba Atom, los confeccionaba con recortes de los tejidos de sus glamurosos trajes de noche y estaban formados por un top y un culote que cubría todo el abdomen. Evidentemente, su propuesta no triunfó, pero allanó el camino a otro visionario: Louis Réard, un ingeniero suizo reconvertido en diseñador de moda. El 5 de julio de 1946, en la piscina parisiense Molitor, Réard tuvo que contratar a una stripper de dieciocho años para presentar su biquini, porque ninguna modelo se atrevió a desfilar con aquellas dos minúsculas piezas de tela que cabían dentro de una caja de mistos. Después del escándalo encarnado en el cuerpo de Micheline Bernardini –que llegó a recibir miles de cartas de una espontánea legión de admiradores–, vino una calma aparente. Pero la semilla de la revolución ya estaba plantada. Y la querencia de la pantalla grande –con la esplendorosa belleza juvenil de Marilyn Monroe, Brigitte Bardot y Ursula Andress, entre otras actrices fotografiadas luciendo un biquini por motivos profesionales o por placer– la hizo germinar. Mientras tanto, los hombres se lo miraban con sus bañadores estampados y ajustados, como el que Sean Connery inmortalizó en Operación trueno (1965) de la serie Bond o un apolíneo Alain Delon en La piscina (1969). En esta película francesa también salen Romy Schneider y Jane Birkin con una selección de ropa de baño –diseñada por André Courrèges– que resume la sensualidad de la década.
Cuando parecía que el biquini era la pieza más extrema que se podía ver en las playas de los años sesenta, apareció el diseñador austríaco Rudi Gernreich dispuesto a dar un paso más y desnudarlo de su dualidad. Así nació el monoquini, un culote con tirantes, de color negro, que dejaba los pechos al aire. La presentación oficial se hizo en 1964 en las páginas de la revista Women’s Wear Daily en una mítica sesión de fotos disparada por William Claxton y protagonizada por la modelo Peggy Moffitt, amiga y musa de Gernreich. Evidentemente, las imágenes dieron la vuelta al mundo y escandalizaron una sociedad que no estaba preparada para ver a las mujeres luciendo los pechos en los espacios públicos. La acción-reacción fue tan fuerte que la policía de Nueva York –así como la de la población francesa de Saint-Tropez– tenían orden de detener a cualquier mujer que llevara un monoquini. Incluso un diario de Atenas fue acusado de escándalo público por reproducir una imagen de Moffitt.
El monoquini no triunfó, pero sí que disoció el concepto de biquini y cada vez más mujeres empezaron a prescindir de la parte superior a la hora de bañarse o tomar el sol (de nuevo, una de las precursoras fue Bardot, a pesar de que los hombres le llevaban treinta años de ventaja en esta batalla por liberar los pezones). Y es así como Gernreich –activista gay y anticonservador– abrió la puerta del topless a las mujeres que lo quisieran, una práctica que se popularizó en los años setenta y que hoy en día es habitual en playas de todo el mundo. O casi todo.