La poderosa mente animal
Numerosos estudios revelan capacidades cognitivas sorprendentes y comportamientos complejos frente a la muerte en algunas especies de animales
Han estado siempre aquí. A nuestro lado. Pero, en su mayoría, no hemos hecho más que aprovecharnos de ellos. Primero nos comíamos la carne y usábamos las pieles para abrigarnos, y los huesos y los tendones para fabricar herramientas. Luego aprovechamos su fuerza para desplazarnos y labrar los campos. Ahora, algunos nos hacen compañía. Otros nos sirven para experimentar con medicamentos.
Hay lugares donde, pese a este aprovechamiento, se les trata con respeto. Los san del desierto del Kalahari son la última cultura que caza mediante lo que algunos expertos piensan que es la técnica más ancestral de todas, probablemente anterior a la fabricación de afiladas herramientas: la caza por agotamiento. Consiste en correr detrás de la presa hasta que muere de pura extenuación. En el caso del cudú, un antílope que puede superar los 300 kilos, la persecución puede durar más de ocho horas, al final de las cuales el animal cae exhausto en el suelo. Una vez muerto, el cazador inicia un ritual durante el cual le mima y le frota el cuerpo con arena para que el espíritu del bóvido pueda volver a su lugar de origen, el desierto. A continuación, con el objetivo de recuperar la musculatura crujida por la persecución, se unta las piernas con la saliva del animal.
En las sociedades occidentales estas muestras de respeto se han perdido en la mayoría de relaciones con el resto de animales. La visión mecanicista que defendía René Decartes cuando decía que los demás animales eran autómatas sin alma, máquinas dotadas de movimiento pero no de sentimientos, podría tener algo que ver. Según el filósofo francés, los gritos de un cerdo en un matadero no eran consecuencia del dolor, sino, simplemente, el chirrido de un mecanismo mal ajustado.
Esta concepción del mundo animal es muy adecuada para la explotación intensiva que hace, por ejemplo, parte de la industria cárnica. Hacinar, engordar y descuartizar autómatas sin alma no implica ninguna carga moral. Pero, por supuesto, Descartes estaba profundamente equivocado. Ya hace tiempo que se sabe que los vertebrados son capaces de sentir dolor. Más allá de esto, en los últimos años se han hecho una serie de descubrimientos que han revelado, no sólo la profundidad de la sensibilidad animal, sino unas capacidades cognitivas que se asemejan sorprendentemente a las humanas y, en algunos casos, incluso las superan.
Una memoria prodigiosa
Tal y como explica la escritora Jennifer Ackerman en el libro El ingenio de los pájaros (Cosetania, 2023), el cascanueces americano, un pájaro que apenas mide 150 gramos, puede esconder más de treinta mil semillas en lugares distintos de un territorio de decenas de kilómetros cuadrados y, al cabo de unos meses, recordar dónde están y recuperarlas. Existen pruebas de memoria prodigiosas en humanos, como el del ingeniero japonés Akira Haraguchi, que el 3 de octubre de 2006 dedicó dieciséis horas y media a recitar los primeros cien mil decimales del número pi de memoria. A pesar de casos excepcionales como éste, está claro que, a diferencia de un ejemplar cualquiera de cascanueces americano, la memoria de una persona media es incapaz de recordar la posición de treinta mil objetos.
En términos de memoria, también es ilustrativo el experimento que en 2007 comparó la memoria espacial de chimpancés de cinco años con la de estudiantes universitarios. Los investigadores japoneses Sana Inoue y Tetsuro Matsuzawa, autores del estudio, empezaron por enseñar a contar los chimpancés. Es decir, les enseñaron que el 1 era el primer número, que después venía el 2, después el 3, y después el resto de números hasta el 9. A continuación sometieron a los sujetos del experimento a una prueba que , tanto chimpancés como humanos, superaron con facilidad: en una pantalla aparecían los números del 1 al 9 en posiciones y ordenaciones aleatorias y se les pedía que pulsaran todos los números en orden: primero el 1, después el 2, y así sucesivamente hasta el 9.
Una vez superado el test, los investigadores les pusieron, ahora sí, una prueba complicada. Les presentaban la misma situación y les pedían lo mismo, pero con la diferencia de que cuando los participantes pulsaban el número 1, el resto de números se transformaban en rectángulos de color blanco. Ahora era necesario, pues, pulsar los rectángulos en el orden que habían indicado fugazmente los números desaparecidos. Los resultados fueron inapelables. Los chimpancés recordaban más números que los universitarios.
Parece que, de algún modo, el cerebro de los chimpancés hacía una fotografía global antes incluso de que los ojos pudieran recorrer con detalle toda la pantalla. Esta memoria espacial permitiría a estos simios recordar los árboles que tienen más fruta y planificar los mejores itinerarios para volver a ellos en el futuro, una habilidad de la que depende su supervivencia. En el caso de los humanos, la evolución ha propiciado el desarrollo de algunas regiones cerebrales como las destinadas al lenguaje, fundamental para la supervivencia humana, en detrimento de otras, como las que corresponden a la memoria espacial.
Una nueva idea de inteligencia
Pero una cosa es la memoria y otra la inteligencia. Tradicionalmente, se ha considerado que los humanos, con nuestra capacidad de imitación, el lenguaje articulado y la teoría de la mente, que es la habilidad de comprender las intenciones de otros, somos los animales más inteligentes del planeta. Tenemos un conocimiento conceptual y racional del mundo, planificamos, razonamos, resolvemos problemas, construimos abstracciones y aprendemos rápidamente. Pero esta idea de la inteligencia está centrada en el punto de vista y las capacidades humanas.
Algunos científicos, como la bióloga francesa Emmanuelle Pouydebat, especializada en cognición animal, defienden una definición alternativa de inteligencia que se abstrae de esta visión antropocéntrica. En el libro Inteligencia animal (Plataforma, 2018), Pouydebat sostiene que la inteligencia puede entenderse como la capacidad de adaptación que permite a cada individuo ajustar su comportamiento al contexto en el que se encuentra, teniendo en cuenta que esto se hace con un objetivo de fondo que es la supervivencia y la perpetuación de los genes en futuras generaciones.
Un ejemplo de esta idea ampliada de inteligencia es la de los albatros, estos pájaros marinos que con las alas abiertas pueden superar los tres metros y que son monógamos y fieles toda la vida. El albatros errante vive en islotes australes y cuando despega para pescar calamares, peces y pequeños crustáceos, se puede alejar del nido más de mil kilómetros. Una vez satisfecha el apetito, regresa a la pequeña isla donde tiene el nido después de surcar cientos de kilómetros de un paisaje dominado por la monotonía del océano. Una proeza que, evidentemente, no está al alcance de ningún humano sin motores ni tecnología de navegación.
Ya se sabe, sin embargo, que las aves son un mundo aparte en el ámbito cognitivo. Más allá de la memoria del cascanueces americano, hay aves que son especialmente ingeniosas. En un experimento con grallas, se pusieron ejemplares de esta ave de la familia de los córvidos frente a un tubo transparente medio lleno de agua. Un gusano de la harina flotaba en el agua de tal modo que, por más apetitoso que le pareciera, el pájaro no podía capturarlo directamente con el pico. El tubo era demasiado estrecho y no podía meter la cabeza. Después de estudiar la situación, la gralla cogió con el pico unas piedras cercanas al tubo y las fue introduciendo en el conducto hasta que el nivel del agua subió lo suficiente como para que pudiera coger el gusano. Además, después de repetir unas cuantas veces el experimento, los investigadores observaron que cada vez utilizaba menos piedras y tardaba menos en atrapar el gusano. Había aprendido a utilizar las piedras más grandes, que desplazaban más agua y aceleraban el proceso.
Aparte de los albatros, hay animales aparentemente más simples que hacen viajes similares. Las abejas se alejan hasta diez kilómetros de la colmena —una distancia que, en proporción a su tamaño, equivale a los mil kilómetros del albatros— para buscar alimento y no se pierden en ningún momento. Con un cerebro de sólo un millón de neuronas —el nuestro tiene cien mil millones—, las abejas son capaces, además, de memorizar características de las fuentes de alimento como la posición de las flores y la cantidad de néctar que contienen en función del momento del día. ¿Cómo lo hacen? Es un auténtico misterio, pero parece que la respuesta tiene que ver con su capacidad de clasificar por categorías, de contar hasta cuatro, de construir mapas mentales y dominar conceptos relacionados con abstracciones como la cantidad y la configuración espacial.
explica el psicólogo y filósofo David Barrie en el libro Los viajes más increíbles (Crítica, 2020), los científicos han intentado entender esta prodigiosa capacidad de orientación -no sólo de las abejas, sino de pájaros, tortugas, mariposas y otros animales- mediante explicaciones basadas en el olfato, la memoria visual o la sensibilidad geomagnética, pero en muchos casos los mecanismos concretos que permiten rehacer caminos tan largos todavía no están del todo claros.
La empatía y la muerte
A medida que se van conociendo a los otros animales, se descubren no sólo capacidades cognitivas sorprendentes sino comportamientos sociales complejos como, por ejemplo, conductas específicas frente a la muerte que se pueden identificar con la idea humana del duelo. En 2013 se observaron miembros de tres familias distintas de elefantes que, a lo largo de varios días, se acercaban al cuerpo muerto de una matriarca para olerlo y tocarlo. También se han observado chimpancés que limpiaban con esmero los cuerpos de algunos muertos y una orca que mantuvo durante diecisiete días una cría finada a su lado.
Sin que esté relacionado directamente con la muerte, también se han observado comportamientos de empatía y compasión en animales como los bonobos. En el Yerkes National Primate Research Center de la Emory University en Atlanta, las hembras más jóvenes del grupo ayudaban a Peony cada día. Era la más vieja del grupo. Tenía artritis y apenas podía andar hasta la comida, pero siempre había alguien que le ayudaba o incluso le llevaba el alimento.
El primatólogo Frans de Waal argumenta en el libro El bonobo y los diez mandamientos (Tusquets, 2014) que esto contradice a los filósofos de tradición kantiana que consideran que los principios morales de comportamiento se derivan de la razón. Según Waal, ocurre al revés: el estudio de los grandes simios muestra que ya existen tendencias que fomentan las conductas empáticas y cooperativas sin necesidad de lenguaje sofisticado o de capacidad de razonamiento abstracto. En todo caso, sería después de que la cultura humana habría dado forma a estas inclinaciones naturales por medio de normas de comportamiento éticas o religiosas. Sea com sea, está claro que a medida que vamos conociendo mejor a los otros materiales, la vieja concepción cartesiana de que son autómatas sin sentimientos que tan sólo se mueven pierde más y más sentido. De hecho, ocurre lo contrario: cada vez se parecen más a nosotros.