Milena Busquets: “La gente se enamora de mí 15 minutos y después me odia 15 años”
Escritora, acaba de publicar 'Assaig general'
Milena Busquets Tusquets (Barcelona, 1972) publica cada dos años un libro donde te cuenta su vida con elegancia y descaro, con ligereza y contundencia. Su pensamiento –y eso se agradece cada día más– huye del gregarismo. Su escritura conserva un cierto anarquismo esnob de sus orígenes burgueses. Hija de la editora y escritora Esther Tusquets, su novela També això passarà (2015) se publicó en más de treinta países. Ahora acaba de llegar a las librerías Assaig general (Amsterdam Llibres, en catalán, y Anagrama, en la versión original en castellano).
Empecemos con una frase de tu último libro: “La gente se enamora de mí durante 15 minutos y después me odia durante 15 años”.
— Sí, sí, es verdad. Quizás también te ocurra a ti. La gente que somos, no sé si seductores, pero al menos simpáticos y bien educados, tenemos una entrada muy buena, de meternos a la gente en el bolsillo, y después ven la verdad: que no siempre estás de buen humor, que no siempre tienes ganas de seducir. Creo que sería mejor ser más equilibrado. No empezar tan alto para no caer tan bajo. Cuando a la gente la sacas del foco de tu atención, normalmente te lo hace pagar muy caro.
Hay otra frase, también del último libro, que liga mucho con ésta: "Con los hombres tienes que salir corriendo a las primeras de cambio".
— Con las mujeres también, ¡eh! Digo los hombres porque son los que a mí me gustan.
¿Cuándo situamos “en las primeras de cambio”?
— Cuando empiezas a sentir que algo no funciona, y a veces eso pasa al cabo de cuatro o cinco minutos [ríe]. Y puede ser por un detalle muy absurdo.
Una falta de ortografía en un mensaje...
— No, porque yo hago muchas faltas. Pero, por ejemplo, la gente que utiliza muchos emoticonos. Eso sí [ríe]. Como soy una persona que trabaja con las palabras, me gusta la gente que sabe utilizarlas. He tenido algún noviete que lo estabas enviando a la mierda y te enviaba un emoticono de cara triste, y todavía me enfadaba más. Cuando empiezas a sentir frío cerca de alguien, o que no te ama, lo notas.
Resumiendo, que con las relaciones no hay que tener paciencia.
— No, porque tenerla no sirve de nada. Yo, que tengo experiencia, porque tengo ya 52 años, me he dado cuenta de que esperar funciona con algunos textos, con algunos proyectos, con los hijos, con los perros, pero con el amor no. Si alguien no te ama, no te ama. No puedes hacer nada. Y entonces lo mejor es marcharse. Pero yo, a veces, he tardado dos o tres años en marcharme de cosas que ya sabía que no iban.
¿Cuál es la última vez que has pensado: “Milena, deberías haberte casado”?
— A mí todavía me gustaría casarme, pero soy mayor, y las bodas de ancianos resultan algo patéticas [ríe]. Ahora ya no me lo proponen, ven que soy un caso perdido. Casarme querría decir que he encontrado a una persona con la que realmente puedo hacer el camino que me queda de vida.
Pero es que quizá el problema realmente no sea el otro, sino tú.
— Claro, el problema soy yo. De hecho, todas mis exparejas me han acabado diciendo: “El problema es que tú no quieres tener pareja, y cuando reconozcas esto..."
O que queremos todo.
— Yo quiero todo o nada. El problema es que la gente piensa que no es suficientemente fuerte para aguantar la nada, y sí que somos lo suficientemente fuertes para aguantar la nada, para pasar temporadas solos o medio solos. Y también somos lo suficientemente fuertes para el todo. La gente cree que no soportará el todo o la nada y se queda en medio, a veces más cerca del todo, cuando se casan, pero que luego va bajando.
Últimamente, si no supieras que tienes 52 años, ¿qué edad dirías que tienes?
— Buf! Una edad mala, 15 o 16 [ríe]. Una edad que te salen granos y haces el idiota. Creo que tengo una parte de mí que se puede llamar infantil, pero también se puede llamar vital. La parte que me mantiene despierta y que hace que escriba, y que escriba tal y como escribo, es esa parte de ingenuidad o de candor. Es como un optimismo de persona muy joven, de pensar que todo puede ocurrir, todavía. Yo creo, realmente, que todavía puede pasar todo. Si decidiera que lo que realmente quiero es ir a la Luna, de alguna manera me espabilaría para contactar con alguien o para empezar a ahorrar para los viajes interestelares.
Has dicho que tu último libro es una especie de testamento.
— No, nunca lo dije. Esto son los periodistas. ¿Cómo sois, eh? Cuando salió este titular mis hijos me llamaron diciéndome: "¡Estás enferma y no nos lo has dicho!" ¿Pero a quién se le ocurre hacer testamento a los cincuenta años? No es sólo que el libro no sea un testamento, es que tampoco lo he hecho en la vida. ¿Y sabes por qué lo dicen? Porque cuando te pones a escribir en serio, cosas que no son historietas o tonterías, dicen que es un testamento. No, simplemente es que escribo bien y que estoy diciendo cosas con cierta contundencia, que por eso me pagan y por eso la gente compra los libros.
¿No has ido al notario a realizar testamento? Yo sí.
— ¿El testamento de verdad o aquel testamento que, si te quedas bobo, te desconectan?
El testamento delante de notario.
— Porque tú no tienes hijos, pero yo si me muero todo va automáticamente a mis hijos. Yo no necesito al notario para nada. O igual sí. Lo que me da rabia es que cuando dices algo con contundencia, con mala leche, con lirismo o con romanticismo, inmediatamente es como si estuvieras poniendo los puntos finales. No es un testamento, el libro. Assaig general, se titula, y esa es la idea, que estás probando algo y todavía no estás ni en el día del estreno.
¿Tú has aclarado qué venimos a hacer aquí y cuál es el objetivo último de estar un tiempo por ahí?
— Sí, ser felices y amarnos. Es muy simple. Yo creo que no hay otra cosa.
¿Escribiendo, para ti, es más importante la primera o la última frase?
— La última, creo. Te juegas mucho. El final es decirle a la persona que ha merecido la pena escribir y que me leyera, porque le he traído hasta aquí. Como en una relación sexual, el final también es muy importante [ríe]. No da igual cómo acaben las cosas. Saber el fin de una historia es una inquietud humana básica. Odio los finales abiertos. Te he pagado 17 euros por un libro, el puto final me lo resuelves tú.
Se acerca Sant Jordi. ¿Qué recuerdos tienes de tus últimos Sant Jordis?
— Es muy cansado, Sant Jordi. Cada vez son más los políticos. Para mí hay demasiados. Debería ser una fiesta de los escritores, artística, bohemia, y no de los cuatro políticos de turno demostrando que les importa la cultura, cuando ya sabemos que se la trae al pairo. Pero, aparte de eso, es la sensación de que no puedes dedicar tiempo suficiente a la gente. Te traen flores o te traen bombones, o se ponen a llorar... Supongo que si escribes sobre aventuras hay una distancia mayor, pero conmigo la distancia es muy poca.
¿Cuál es la última vez que te has bañado en el mar?
— Ostras, ahora hace mucho. Quizá el pasado octubre. El mar es importante para mí, para todos los que vivimos cerca es un regalo que nos han hecho. Somos mediterráneos, pertenecemos a este mar. Además, el nuestro es un mar muy romántico. Grecia, la cuna de toda la cultura occidental.
Si un día no te encuentro, el primer lugar en el que te buscaría sería Cadaqués. ¿Pero cuál es el último lugar en el que debería buscarte?
— [Ríe.] No sé por qué te iba a decir Murcia, que no he estado allí. Y después los sitios miserables, pequeños, oscuros... No me gustan. Yo soy de mar o de ciudad. La montaña no la conozco. Me invitaron a los Alpes italianos y me pareció una basura, blanco, helado, inmóvil. El mar se mueve y comes lo que produce. Fuera bromas, que no se enfade a nadie de Murcia ni de las montañas. Lo digo para reír un rato. Uno ama lo que conoce bien.
Tu padre murió cuando tú tenías 17 años, tu madre cuando tenías 40. ¿Cuál es el último recuerdo que tienes con cada uno de ellos?
— Con mi padre, verle en el hospital, con cáncer y muy enfermo. Había hecho un examen, había sacado buenas notas y me felicitó allí sentado con una bata. Él no quería hacerse a la víctima, la vida continúa hasta que continúa. Y con mamá, también en un hospital. ¡Qué desastre, morir en los hospitales! Yo quiero morir en casa. La gente antes moría en casa y moría mejor. Era más digno, los recuerdos eran menos pálidos, sin estar rodeados de desconocidos.
¿Ser hija de una familia burguesa te convierte en burguesa?
— Yo no soy hija de una familia tan burguesa, no sé por qué lo digo tanto en el libro. Si lo escribiera ahora lo cambiaría. Mi padre era de la clase media catalana, muy politizada, muy nacionalista. Mis padres se separaron, me quedé viviendo con mi madre, veía a mi padre una vez por semana. Mi madre provenía de la burguesía, pero esa burguesía catalana, más convencional y más tradicional, mi madre la dejó. En casa había escritores, periodistas, actores, homosexuales... De hecho, allá donde vivíamos, que era un lugar bastante burgués, éramos como los vecinos extraños, no gustábamos mucho, porque de golpe podía llegar Terenci Moix vestido con ligas o con braguitas. Mi madre fue la que hizo la gran fuga. No se casó con mi padre, no nos bautizó, fue autónoma, trabajó mucho en una época en la que las madres no trabajaban, al menos las de mi colegio. Ella hizo la auténtica revolución y yo crecí en un ambiente en el que tuve la suerte de poder ir a París sin que fuera un problema, aprender idiomas, poder viajar, no sufrir por el dinero, y tener muy cerca un ambiente artístico muy estimulante. No soy nada burguesa, no sé por qué lo reivindico en el libro. Quizás porque existe la tendencia contraria, de reivindicar los orígenes de barrio, populares, que está muy bien y tiene mucho mérito. Pero yo pienso que todo tiene mérito, sobre todo porque uno no elige dónde nace ni si tiene una madre que le quiere más o menos. No deberíamos justificarnos por haber nacido aquí o allá.
A veces pienso que la libertad con la que piensas, la libertad con la que escribes, quizás te viene de estos orígenes.
— Sí, esto es muy interesante. Hay una cierta desfachatez, y esto puede que venga del hecho de haber considerado durante un tiempo que el mundo era mío, que no había ningún problema. Pero esto pasa rápido. Un cierto confort y cierto origen te ayudan a la hora de decir barbaridades, es verdad. Y quizás esto ocurre tanto si estás arriba como abajo, donde también te da la sensación de que no tienes nada que perder. El problema es el medio. Pero no me viene sólo de eso. También existe un esfuerzo de querer acabar cada capítulo con una frase buena, de querer decir algo que no sea repetir, algo de ponerme en peligro, en un precipicio. Es más divertido.
Las dos últimas preguntas son iguales para todos. ¿Conoces alguna canción de El Último de la Fila?
— No conozco ninguna, qué horror. Fui al Liceo Francés, después estudié en Londres... Como soy una burguesa... [Ríe.] No, no escuché El Último de la Fila. Aquella del camión es del Loquillo, ¿verdad?
Yo para ser feliz quiero un camión. Sí, es de Loquillo.
— Ah, exacto, ésta sí la conozco.
¿Tú qué quieres para ser feliz?
— Quiero que me quieran. Todo el mundo.
Como todo el mundo que se encuentra estos días regresando de vacaciones, lo primero que hacemos es contarnos dónde hemos estado en Semana Santa. Ambos hemos tenido agua: ella, en Cadaqués, y yo, en París. Le llama la atención que haya ido en tren, como ella cuando era pequeña y viajaban en el tren nocturno Barcelona-París. Quiere repetirlo, ahora con sus dos hijos.
Ha llegado contenta al Bluesman Bar del Hotel Palace de Barcelona, porque parece que finalmente saca adelante la película de su gran éxito literario, També això passarà. Las fotos le dan pereza, la conversación le apetece más. Cuando llego a casa y transcribo sus palabras, cuento hasta dieciséis carcajadas made in Milena Busquets. Buscadlas en el vídeo en Ara.cat.