Envenenarse, violar o mentir como quien toma el autobús para ir a trabajar
La Segunda Periferia reedita 'Anna K.', de Martí Rosselló, veinte años después de que la publicara Quaderns Crema


'Anna K.'
- Martí Rosselló
- La Segunda Periferia
- 264 páginas / 19,50 euros
Los lectores que tuvo Anna K. hacia el 2006 la recuerdan como un meteorito, una rara ancianos que todo el mundo recibió con un eufórico: "¡Ya era hora, algo diferente!" En el 2025, el año en el que la editorial La Segunda Periferia ha decidido recuperarlo, el panorama de publicaciones en catalán es más variado y rico, el mundo se ha girado como un calcetín y la percepción, a la fuerza, debe cambiar. La edición cuenta con un par de epílogos que contextualizan tanto al autor como a la obra: Tina Vallès relata con precisión el Premiano de Mar de Martí Rosselló (1953-2010), que también es el suyo, y Borja Bagunyà ve en la obra rastros de una tradición de lo grotesco que busca poner en evidencia los principios que sostienen la realidad. La novela recibe todo tipo de elogios. Todo parece en su sitio, pues.
¿Todo? Pues la prosa no es excelsa, hay construcciones sintácticas poco naturales y un uso demasiado generoso de los epítetos, que es una práctica que siempre me ha chirriado. Y, además, como si se nos hubiera metido una piedrecita en el zapato, cerramos el libro y no podemos dejar de pensar que ha habido más de un momento francamente desagradable a lo largo de la lectura, y no ha sido por la acumulación de hechos escabrosos, violentos y macabras, casualidades del todo imposibles, sucesiones de sucesiones. Está claro que todo responde a una voluntad de alejarse del realismo y de la verosimilitud, y también está claro que la frialdad quirúrgica con la que el narrador expone los hechos más horripilantes es calculada y del todo voluntaria. La pregunta es con qué objetivo lo hace. Los personajes se envenenan, violan, mienten, se vengan y abandonan a familiares dentro de contenedores como quien coge el autobús para ir a trabajar, y son impasibles ante la ternura y la crueldad. Lo son todos, y ésta es una primera parte del problema: la falta de contraste oscurece lo que se quiere explicar. Hay pasiones a raudales, pero los personajes las viven como si estuvieran anestesiados. Si nadie –ni el narrador– siente empatía ni tiene sentimientos de ningún tipo hacia nadie, se hace más difícil ligarse a la historia que estamos leyendo. La indiferencia que sienten los personajes por todo el mundo que les rodea es la que nos va invadiendo como lectores a medida que seguimos lo que le ocurre a la protagonista, esta Anna K. que tiembla de miedo en una biblioteca, contrata a una detective privada o vive encerrada en el escaparate de una tienda de muebles pero que nunca acabamos de saber qué siente.
Precisamente la parte de la tienda de muebles es una de las mejores del libro, además del final, que sí logra capturar una emoción bien compleja. La vida dentro de un escaparate podría haber sido un cuento extraordinario si no fuera que, cuando aparece el personaje masculino que contempla embobado Anna K., leemos: "No se sentía digno de compartir ni una palabra, ni una conversación, ni una mirada [...] con aquel ser maravilloso que le encendía de pasión poética. Para él, la visión de Anna K. era un símbolo, más que una realidad". Por ahí se asoma otro de los problemas del libro: si el elemento adorado no es una persona, sino que funciona como símbolo, entonces da igual lo que le podamos llegar a hacer, ¿no? Es esta construcción mítica y alejada de la realidad de la figura de la mujer, hecha desde un imaginario masculino que venera lo que de hecho le atemoriza, la que nos provoca incomodidad. Y sí, ¿estamos en el terreno de la ficción, donde todo está permitido, sólo faltaría, pero plantar un cristal aislante entre el lector y lo que estamos escribiendo no es olvidar la función comunicativa de la literatura?