'Allen v. Farrow': ¿hay realmente nuevas pruebas para acusar a Woody Allen de abuso?

Lejos de llevar a cabo un buen trabajo de investigación, la docuserie de la HBO se pone al servicio del relato de los Farrow sin cuestionarlo

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Una imagen de la docuserie  'Allen v. Farrow'

'Allen v. Farrow'

De Kirby Dick y Amy Ziering para HBO. En emisión en HBO España

A finales del 2017, tres años después de haber explicado por primera vez en primera persona el presunto abuso sexual que habría sufrido de su padre adoptivo, Woody Allen, Dylan Farrow publicaba un nuevo artículo con un título que suponía toda una interpelación, “¿Por qué la revolución del #MeToo ha dejado pasar a Woody Allen?”. Allen v. Farrow, la docuserie de cuatro episodios que se acaba de estrenar en la HBO, insiste en esta idea: resituar la denuncia de Dylan dentro de la narrativa del Me Too, en la que no había encajado por varias razones. El caso de Allen se diferencia en el hecho de que no llegó a juicio y de que no ha sido objeto de ninguna otra denuncia, ni siquiera dentro de la industria que ahora le hace el vacío. El testigo de Dylan no ha generado que otras mujeres levantaran la voz para explicar una experiencia similar con Allen, como pasó con Harvey Weinsten, Bill Cosby o James Toback. Esto no implica que Dylan Farrow no esté siendo sincera. Pero sí pone en evidencia que en este caso, en el que solo tenemos un testimonio contra otro, nos encontramos en medio de una guerra de relatos.

Kirby Dick y Amy Ziering se encargan de revisar todo este asunto sin contar con los testimonios claves de Woody Allen, la hija adoptada de Mia y mujer de Allen desde el 1997, Soon-Yi Previn, o el también hijo adoptado de Mia y Woody, Moses Farrow, que declinaron participar. Como documental de parte, Allen v. Farrow podría entenderse como la oportunidad para escuchar con calma la versión de Dylan. Pero, como propuesta periodística, la serie presenta graves problemas. Porque lejos de hacer su trabajo, los investigadores se han puesto al servicio de la historia oficial de la familia Farrow, sobre todo de la de Mia. En este aspecto, la serie logra cuotas muy altas de vergüenza ajena en segmentos como el arranque del segundo episodio, en el que la protagonista de La rosa púrpura de El Cairo construye su narrativa como madre abnegada y modélica desde unos parámetros de autoidealización más propios de la revista ¡Hola!. Resulta muy incómodo que Dick y Ziergin no maticen esta imagen, sobre todo porque a estas alturas cualquier espectador sabe que no todo era de color de rosa en casa de los Farrow. Solo hay que leer el testimonio personal de Moses, que ofrece una visión bastante más siniestra de la experiencia de crecer en esa casa.

También resulta problemático que en un documental sobre los abusos a menores se expongan vídeos de Soon-Yi cuando era pequeña para reforzar la idea de cómo era de feliz gracias a Mia o, todavía más grave, se especule alrededor de su vida sexual cuando todavía no había cumplido los 18 años. Por otro lado, difundir las grabaciones que hizo Mia de la pequeña Dylan explicando la presunta agresión cuando la audiencia no dispone de los recursos para interpretarlas de manera adecuada tiene un punto de exhibicionismo gratuito. Y resulta igualmente tramposo que se busque en la filmografía de Woody Allen presuntas pruebas de su culpabilidad. Está claro que algunos films suyos son una buena muestra de cómo se han naturalizado las dinámicas de poder en parejas con mucha diferencia de edad. Pero utilizar la posible preferencia de Allen por las chicas jóvenes, que no niñas, tanto fuera como dentro de la pantalla para insinuar una posible pulsión pedófila es juego sucio.

El tercer episodio pone en evidencia cómo en los noventa Woody Allen encarnaba un tipo de figura masculina dentro de la industria del cine con bastante poder y carisma para decantar las simpatías generales a su favor. Esta es una de las dinámicas que ha conseguido revertir el Me Too. Pero ahora es Ronan Farrow, el hijo biológico de Mia y Woody, quien parece aprovechar la legitimidad otorgada por el hecho de haber sido un periodista clave en la exposición del caso Harvey Weinsten para convertirse en la figura de autoridad que quiere acabar sentenciando cuál de los dos relatos es el correcto.

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