Oriente Próximo

Siria: diez años de pesadilla en directo

Raqqa, la última capital del Estado Islámico, intenta rehacerse en medio de la destrucción

Ciutadans de Raqqa subiendo a un autobús
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Raqqa (Siria)Raqqa fue liberada en octubre del 2017. De este modo, el Estado Islámico perdía su última capital y dejaba atrás una ciudad sumida en la muerte y la destrucción. Todavía faltaba más de un año para que los yihadistas acabaran perdiendo su último territorio en Baghuz.

La ciudad recupera el pulso para convertirse en un reflejo de lo que fue, pero la sombra de la destrucción es muy presente en muchas partes de la ciudad, donde edificios en ruinas comparten espacio con nuevas construcciones o con reconstrucciones, como la iglesia de la plaza principal, que fue destruida durante la guerra y ahora acoge a una cincuentena de cristianos que han vuelto. Todavía se ven restaurantes que acogieron a los temidos hombres de la bandera negra junto a otros que no tienen nada que envidiar a los de Europa. “Tuve que esconder los libros para que el Estado Islámico no los quemara”, recuerda Omar, propietario de una librería. Abdallah habla de los secuestros y ejecuciones que se vivieron bajo el califato: “Fue una época de terror”. Todo esto ha quedado atrás, pero no la militarización: cada pocos metros hay controles o soldados con vehículos blindados.

Una revolución frustrada

Todo empezó en 2011, cuando Siria se vio arrastrada por las Primaveras Árabes. En ese momento era un país que anhelaba un cambio en una sociedad marcada por dos generaciones de la familia Al-Assad. Suníes, chiitas, curdos, cristianos y armenios se enfrentaron juntos al régimen de Bashar al-Ásad. Era el comienzo de la revolución, pero al cabo de pocos meses esta unión se volatilizó. No se puede olvidar que ni la Liga Árabe ni la comunidad internacional les dieron ningún apoyo y abandonaron a los civiles a su suerte contra un régimen armado hasta los dientes.

La gente tenía dos opciones: intentar huir a países vecinos como el Líbano, Turquía, Jordania o Irak o bien quedarse y morir. La mayoría de la gente que conocí entre el 2011 y el 2012 pagó la revuelta con su vida. Murieron bajo los bombardeos cada vez más salvajes, en combates sin ningún sentido, en una guerra que ha cruzado todas las líneas rojas.

Medio millón de víctimas

En la región de Homs, en febrero del 2012 vi por primera vez a un niño con un disparo en la cabeza. Justo en el centro de la frente. Los civiles ya eran moneda de cambio para sembrar el terror y la represión de manera premeditada. Ese niño de cinco años, Yazan Gassan Rezk, murió después de salir a jugar en la ciudad de Al-Qasr, en un momento en el que los tanques y los morteros del régimen dejaron de bombardearla. Para las estadísticas, Yazan fue solo una de las muchas más de 500.000 víctimas –hace años que la ONU paró el macabro recuento– que ya ha dejado este conflicto. Sus padres apenas tuvieron tiempos de enterrarlo, porque las bombas volvieron a llover muy pronto.

Los primeros bombardeos en la asediada Alepo, a la que durante unas semanas solo se pudo acceder en coche pasando por los puntos de control que Bashar al-Ásad tenía en cada una de las entradas principales de la ciudad, la convirtieron en una zona fantasma, con edificios destripados y esqueletos de coches quemados por todas partes.

Estos bombardeos se efectuaron con tanques y morteros. Después vinieron los helicópteros, los aviones, siempre en pequeñas dosis calculadas para no tensar demasiado la cuerda ante las resoluciones insustanciales de las Naciones Unidas. Hasta que llegaron los barriles bomba con los que quedaron arrasadas ciudades enteras, como la de Taftanaz, en la batalla que tuvo lugar por el control del aeropuerto. Los misiles Scud marcaron un punto de inflexión en el terror, puesto que no se los oye llegar: solo una explosión y la oleada expansiva del impacto, y así acabaron con islas de casas enteras en la ciudad de Alepo.

La llegada del yihadismo

Después llegó el Estado Islámico y todo se fundió a negro. Tomaron el control de las principales ciudades que lideraron este cambio y secuestraron la revolución. El cambio, el punto de inflexión se produjo en Siria en 2012, cuando algunos de los protagonistas que formaron parte de la fracasada revolución siria empezaron a abrazar a los grupos yihadistas, en un principio de corte no tan radical, que poco a poco fueron penetrando en las principales ciudades desde Turquía y el Líbano con la aquiescencia tácita de los dos países.

Durante un tiempo fue posible observar cómo estas facciones controlaban los puntos de entrada y salida de la inmigración ilegal y facilitaban la entrada de individuos procedentes de varios países para hacer la jihad. Esperaban que llegara la noche en haimas o casas próximas a las fronteras para cruzar ilegalmente ante la mirada impertérrita de los soldados que custodiaban la frontera: rompiendo alambradas, ignorando torres de vigilancia, cruzando ríos o atravesando campos de cultivo interminables. De este modo, pasaban de un país al otro para emprender la guerra santa. Eso representó el principio del fin de la revolución siria. Posteriormente fueron mutando hasta que muchos de ellos acabaron en el autodenominado Estado Islámico.

El lunes se cumplen diez años de este conflicto, en el que las injerencias extranjeras no se han parado nunca y la población civil todavía busca una esperanza que nunca nadie le ha dado.

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