"Hablamos ruso y somos ucranianos: no queremos tropas de Putin en nuestra casa"

Járkiv, a 45 km de la frontera con Rusia, no se está preparando para otra guerra

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Unos niños jugando a baloncesto en el parque de la escuela de Oso nueva, un barrio obrero de Khàrkiv
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Enviada especial a Járkiv (Ucrania)Járkiv (Járkov, en ruso) es la segunda ciudad de Ucrania, con un área metropolitana de más de 2,3 millones de habitantes. Una ciudad industrial y gris, situada a solo 45 kilómetros de la frontera con Rusia, de población rusófona con raíces culturales rusas y vínculos familiares estrechos al otro lado. Podría ser uno de los primeros objetivos si finalmente Vladímir Putin ordenara una invasión y a la vez el pretexto del Kremlin para legitimar el ataque: Moscú considera “compatriotas” a todos los rusófonos que viven en los países de la antigua URSS y dice que los tiene que “proteger”, si hace falta, militarmente. Pero después de ocho años de guerra en la región del Donbas, con el frente 350 kilómetros al sur de Járkiv, la gente ya está harta.  

“Me parece que se está exagerando todo, no creo que Putin nos invada”, dice Konstanin Nicolaich, un pequeño empresario de 40 años que encontramos en el parque Shevchenko, presidido por una gran estatua del poeta ucraniano del siglo XIX.  “Antes yo estaba con Rusia, pero después de lo que he visto estos últimos años, ahora ya no. Si finalmente entran las tropas rusas, cogeré las armas y me uniré a la defensa civil. No los queremos en nuestra casa”, asegura. En 2014, después de la caída del gobierno pro-ruso de Víktor Yanukóvich con las protestas del Euromaidan, Rusia se anexionó ilegalmente la península de Crimea y apoyó la rebelión en la región del Donbas, donde se autoproclamaron las “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk, que poco a poco quedaron bajo el paraguas militar y económico del Kremlin con una independencia de facto de Kiev. Según las autoridades ucranianas, el balance se eleva a 14.000 muertos. 

Svetlana Radi tuvo que huir de su casa cuando estalló la guerra en Donetsk en 2014. “Empezaron los bombardeos y estaba preocupada por mis hijos: el mayor tenía 9 años y la pequeña solo cinco meses y no nos quedó más remedio que marcharnos y dejarlo todo atrás”. Tanto ella como su marido trabajaban en una empresa minera (la zona es muy rica en carbón). Pero en Járkiv no hay minas y no han podido encontrar trabajo. Al principio pudieron alquilar un piso en la ciudad, pero cuando se les acabó el dinero se tuvieron que trasladar a un campo de refugiados cerca del aeropuerto. Son decenas de barracones metálicos, alineados dentro de un terreno perimetrado por una valla de casi dos metros de altura, todo cubierto por la nieve, solo los colores de los columpios destacan sobre el gris. 

Son las once y media del mediodía y el termómetro marca tres bajo cero: la mujer se apresura porque la pequeña, que mira con ojos vivos bajo un sombrero de lana que le va grande, tiene que ir a clase de dibujo. “Aquí la gente entiende nuestra situación, pero el estado no nos ayuda: solo recibimos 1.000 grivnas al mes [31 euros]. Cuando empezó la guerra vinimos aquí porque Ucrania es nuestro país, pero nos ha decepcionado. Y tampoco podemos volver a casa, porque nos encontraríamos controles en los que nos preguntarían por qué nos marchamos y qué hemos hecho aquí todo este tiempo”, se lamenta. Los refugiados del Donbas son los que tienen más miedo de una nueva guerra, después de haberlo perdido todo hace ocho años. 

Entrada del campo de refugiados de Járkiv

La cuestión lingüística

¿Tiene miedo de una invasión rusa? Natalia Shevchenko, maestra de una escuela infantil pública, se encoge de hombros cuando le hacemos la pregunta: “Trabajo con niños de 2 a 6 años. ¡Si fuera miedosa no podría hacer este trabajo!”, responde con ironía. ¿Y qué haría si viera soldados rusos entrando en la ciudad? Me mira como si le preguntara una obviedad. “Coger a los niños y llevarlos al refugio”. La maestra, que tiene a sus tíos y a una hermana en la ciudad rusa de Belgorod, es rusófona, pero en la escuela se dirige a los alumnos en ucraniano, como establece la política de discriminación positiva de las autoridades de Kiev, a las que algunos sectores acusan de marginar a los rusoparlantes. “Yo hablo ruso en casa y ucraniano en la escuela porque los niños tienen que aprender la lengua nacional: también aprenden ruso, inglés y polaco, claro. Y ojalá que les pudiéramos enseñar más lenguas. Pero si la escuela no enseña la lengua del país, ¿quién lo hará?”. En general esto no le provoca conflictos, a pesar de que “si a veces alguna familia está molesta, tratamos de hacerle entender que si hablan ruso en casa, en la escuela tienen que aprender ucraniano”. La maestra, que cobra menos de 250 euros al mes, se queja de que la escuela pública “está cada vez peor” y señala dos problemas: la burocracia que los obliga a llenar informes y papeleo y un temario demasiado cargado para que el alumnado lo pueda digerir. 

Imagen de una céntrica calle de Járkiv

Las calles del centro se ven ajetreadas, en algunas todavía están las luces de Navidad, que aquí se celebra a mediados de enero, según la tradición ortodoxa. Lo único que recuerda a la guerra es una tienda militar pintada de los colores amarillo y azul de la bandera ucraniana y con el lema “Ucrania unida”, donde un grupo de activistas han montado un escenario con una trinchera y un obús clavado en el suelo. Una mujer ata con cuidado pequeñas tiras de ropa blanca en una red para fabricar un camuflaje para los soldados. En unos plafones, fotografías del presidente ruso Vladímir Putin y del bielorruso Aleksandr Lukashenko, con la boca manchada de sangre. 

Borís Redin, un ingeniero electrónico que ahora tiene una copistería, explica a todo el mundo que lo quiera escuchar que las jornadas de febrero de 2014 en Járkiv también hubo protestas del Euromaidan, con un millar de personas, y asegura que grupos de rusos enviados por el Kremlin llegaron a la ciudad para manifestarse a favor de Putin. “Se hacían pasar por gente de Járkiv, pero no conocían la ciudad: ocuparon el edificio del Centro Cultural pensándose que era el ayuntamiento”, relata. Un año después hubo cuatro muertos por la explosión de una bomba en una manifestación que conmemoraba la caída de Yanukóvich. “Yo tengo ganas de que entren los tanques rusos para bañarlos en su propia sangre”, dice con fervor.  

Unos metros más allá, Eugene, propietario de una tienda de material de bellas artes, se proclama un hombre de paz y dice que no está especialmente preocupado ni ha tomado ninguna precaución en casa, donde lo esperan sus dos hijos pequeños. “No creo que Rusia nos ataque, porque no tendría ningún sentido ni sacarían nada bueno”, argumenta. “Yo soy rusófono y ucraniano, tengo familiares en Rusia, pero no quiero tropas rusas aquí”, concluye. Tampoco quiere que Ucrania se incorpore a la OTAN: “Tenemos que ser neutrales, nosotros somos gente de paz”.

La fábrica de armas, a medio gas

Tampoco la industria militar parece estar más activa de lo habitual. “No hay mucho trabajo, a veces trabajamos mucho y otras nos pasamos aquí todo el día sin nada que hacer”, explica uno de los 5.000 trabajadores de la fábrica de Malysheva, que produce componentes de tanques, además de tractores, y máquinas quitanieves. Un responsable de la planta confirma al ARA que no se ha aumentado la producción. La fábrica data de la década de 1930 y de ahí salieron tanques para los republicanos del frente de Aragón durante la Guerra Civil Española. Entre 1923 y 1934 Járkiv fue la capital de la Ucrania soviética, una de las repúblicas fundacionales de la URSS.  En el hospital donde tratan a los enfermos de covid también nos dicen que no han hecho ningún preparativo especial para la guerra, ni han habilitado quirófanos ni han acumulado material y medicinas: están centrados en la lucha contra la pandemia. Ahora Ucrania empieza a sufrir los estragos de la ómicron y los casos han batido récords.

En Osnova, un barrio obrero con los típicos edificios altos de apartamentos de la era soviética, los niños juegan con la nieve en el parque de al lado de la escuela, ante un enorme complejo industrial abandonado de hace décadas. “Ya ni recuerdo qué se fabricaba aquí”, dice Stanislav Kibalnik, un periodista de la revista local Asamblea. Ni cree en la guerra ni quiere tropas rusas. "Tengo amigos que son prisioneros políticos en Rusia y he hecho campañas de recogida de fondos por ellos. La represión policial en Rusia es mucho más fuerte que aquí”, explica. Pero dice que lo que más preocupa a la gente es el paro y la precariedad: “Muchas fábricas han cerrado y en otras deben meses de sueldo a los trabajadores, y la gente tiene contratos que duran pocos días”. Muchos jóvenes han emprendido el camino de la emigración: “Tengo amigos en medio mundo, desde Japón hasta Canadá... Si nada cambia, pronto aquí solo quedarán viejos”. En el barrio, los refugios antiaéreos de los sótanos de los bloques de pisos están tapiados desde hace tiempo para evitar que se cuelen los drogodependientes.

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