Amor y pimienta

Nunca nadie se fija en el último de la lista

Desde esa distancia impuesta por el azar, ese niño de doce años se mantenía impertérrito en su espacio y no se atrevía a acortar intervalos porque el último, todo el mundo lo sabe, sólo espera

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El último de la lista.

Los separaban ocho personas. Todas las que cabían entre la erra y la viene baja, que era la que encabezaba su primer apellido. Ocho personas, ocho mundos, ocho formas de ver la vida. Todo lo que es capaz de descifrar e imaginar a un individuo de doce años sumado a la manera de hacerlo del resto. Una forma que a veces coincidía y otras estaba en las antípodas de los demás, del resto. Él solía contar las cosas, en enumerarlas. Por ejemplo, tenía la manía de encontrar todas las matrículas donde los números fueran cuatro ocho seguidos. El tamaño de su tiempo eran los segundos porque había más. La de la distancia eran las personas que existían entre un punto y otro.

Desde casi el final de todo de la lista las cosas se ven desde otra perspectiva. Sólo lo sabe quién ha ocupado esa posición alguna vez en su vida. El último al que le dan la nota de un examen. El último al que el tutor llama para comentar un trabajo. El último al que le toca exponer una redacción cuando ya está sonando el timbre. Lo último que hace la carrera Navette en la clase de educación física mientras el resto están en el vestuario duchados y con la ropa a punto. Ser el último de la lista entrena para la paciencia y la observación. También la discreción, porque nunca nadie se fija en lo último. Una lección de vida que te imprime carácter.

Desde allí al final, de la clase, de la lista, él contaba grados de distancia. Cuántas personas le separaban de alguien que ocupaba un lugar destacado en la fila. Ya sea o bien por la posición: el primero, el último, el del medio; o bien por lo que suponía emocionalmente para él. Por un lado, el amigo del alma. Y después, después estaba ella (a los doce años, siempre hay una). Desde donde estaba él hasta el primero de clase había veinticuatro personas. De él al último de la lista, sólo una. Cero cuando Zamora se marchó a mitad del curso. Hasta su mejor amigo, Leo Ferrer, dieciséis. De él hasta Lia Romeu, ocho. Ocho. Solo podía ser un ocho. Como el de las matrículas.

Desde aquella distancia impuesta por el azar, aquel niño de doce años se mantenía impertérrito en su espacio y no se atrevía a acortar intervalos por iniciativa propia porque el último, todo el mundo lo sabe, no abre ningún camino , sólo espera.

Y así pasaron todos los cursos, separado de Lia Romeu por una parte del abecedario que como un acordeón sumaba y restaba longitud pero que nunca se acercaba suficiente para compartir pupitre, grupo de trabajo o para que ella pudiera admirar cómo acababa la Navette con los pulmones llenos y sin resoplidos ni la cara roja como un tomate.

En la facultad de arquitectura en la que se matriculó siguió siendo el último o casi, pero a él ya no le importaba mucho o quizás ya se había acostumbrado. Además, las notas ya no iban por orden alfabético sino por DNI. Y aunque cuando los profesores colgaban en el corcho el pliegue de hojas con las calificaciones, él tenía que girar un par de páginas, y no le molestaba en absoluto. Además en la universidad todo el mundo le decía por el apellido y él acabó asumiendo como una marca personal. De hecho, cuando montó su despacho de arquitectura, el profesor que acabó convirtiéndose en amigo una vez licenciado le dijo que el suyo, “Voltes”, era del todo pertinente para ponerlo como nombre del despacho. Hizo un diseño donde la ve baja era más grande que todas las demás letras. Aquella que había condicionado su lugar en el mundo ahora la situaba en un lugar de privilegio y sacaba pecho. Estaba muy orgulloso.

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