¿No sería más fácil hablar que comunicarse a través del móvil?
Es sabido que Montaigne habla a sus Ensayos de casi todas las cosas humanas y algo de las divinas. En el libro tercero de la obra, el filósofo, si se puede decir así –al igual podríamos decirlo de Josep Pla, que también escribió sobre casi todo–, habla de El arte de conversar en uno de los capítulos, largo.
Montaigne consideraba, como los griegos y los romanos de la antigüedad, que no había mejor forma de convertirse en un ser social y político que conversando. Es una práctica que socialmente se ha ido perdiendo, políticamente también, aunque ahora vuelva a dar señales de cierta vitalidad.
Ahora no hablaremos de política –un arte mucho más complicado que la conversación, que la política solo incluye a veces–, sino del arte de conversar en un sentido meramente social: si uno toma el tren de media distancia a Girona en dirección a Barcelona chocará fácilmente con un grupo de cuatro chicos y chicas que se sientan, por amistad, en uno de los espacios en los que hay cuatro asientos, encarados dos y dos. Si el viajero solitario los observa –porque no utiliza el móvil, quizás no lo tiene, y le gusta mirar qué pasa a su alrededor–, verá que, en vez de hablar entre ellos, ahora uno ahora la otra, es muy habitual que los cuatro se comuniquen a través del teléfono portátil. Quedan para el anochecer, o para el día siguiente; se envían caricias sobre su estado de salud; se pasan noticias académicas. Son estudiantes. Es un caso extremo, ciertamente, pero sucede. Y uno se pregunta si no sería mucho más fácil que hablaran, sin más aparato que la lengua.
Escribe Montaigne en el citado capítulo: “La conversación me parece el más fructífero y natural ejercicio del espíritu. Encuentro esta práctica más dulce que cualquier otra acción de nuestra vida; y éste es el motivo por el que, si ahora me viera obligado a elegir, me parece que antes consentiría a perder la vista que el habla o el oído”. Recuerda que atenienses y romanos honraban altamente este ejercicio; de ahí la sólida constitución de la polis, la ciudad, en uno y otro caso. Todavía dice otra cosa importante, y extraña: “El estudio de los libros es un movimiento lánguido y débil que no espolea; mientras que la conversación enseña y ejercita a la vez”. Le da igual que le lleven la contraria, siempre que él tenga la posibilidad de remachar sus argumentos hasta que ambos lleguen a un acuerdo plausible.
La desaparición del arte de conversar nos convertirá en seres pagados de nuestras opiniones, hasta el punto de convencernos de que no existen otras. Algo falso.